Quien no se conforma es porque no quiere. Los avances del ejército ruso se han estancado en prácticamente toda Ucrania, salvo el sudeste del país. La negativa de las fuerzas sitiadas en Mariúpol a rendirse entre los escombros nos va a dar la medida de lo que puede ser la ocupación de una gran ciudad barrio por barrio y casa por casa. El número de bajas a lamentar por los dos bandos puede ser atroz, pero a Vladimir Putin le servirá para comprobar lo que podría repetirse en Járkov o en Kiev si decidiera lanzar su infantería sobre ambas ciudades.
Los avances al este y al norte de Crimea, junto al inicio de los bombardeos sobre Odesa desde las posiciones de la Armada rusa en el Mar Negro, han servido a los defensores del presidente ruso para lanzar la enésima teoría laudatoria: la supuesta toma de Kiev no habría sido sino una cortina de humo para distraer a Zelenski… y poder, mientras tanto, ir creando la llamada Novorossiya (Nueva Rusia). Este sueño histórico del nacionalismo ocuparía algo menos de la mitad este de la actual Ucrania e incluiría todas las zonas de tradición prorrusa: Donetsk, Lugansk, Sebastopol… pero también Járkov, Mariúpol, Dnipro, Zaporiyia, Mykolaiv y Odesa, por supuesto.
Lo que parece estar siendo un desastre para el ejército ruso, con miles de bajas, una desorganización impensable y la masacre de civiles como cobarde recurso para forzar una rendición que no acaba de llegar, se intenta vender por la propaganda como un éxito y, de hecho, nos da una pista: puede que, una vez ocupadas todas esas zonas, es decir, una vez controladas las nueve ciudades mencionadas, y neutralizado en la práctica gran parte del ejército ucraniano, Vladimir Putin acepte sentarse y firmar un armisticio que incluya su soberanía sobre los territorios ocupados y obligue al resto de Ucrania a algún tipo de cesión extra si no quiere correr la misma suerte.
Ahora bien, y aquí volvemos al principio, si los ucranianos no aceptan ni la rendición de una Mariúpol arrasada y sin ninguna opción de victoria, ¿cómo van a aceptar la pérdida de aproximadamente un tercio de su territorio? Da la sensación de que, para ello, Putin va a tener que hacer de cada ciudad un nuevo Mariúpol: destrozarlo todo, acabar con civiles y con militares, y, solo entonces, entrar victorioso, aunque sabedor de que, en cualquier momento, puede haber una contraofensiva por parte de guerrillas rebeldes que se nieguen a aceptar la soberanía rusa.
Una reconstrucción imposible
Dicho esto, Putin ha entrado aquí en una paradoja clarísima: aquello con lo que aspira a quedarse, esa Nueva Rusia que daría a su país, junto a Bielorrusia, el “espacio vital” frente a Occidente que tanto añora, es precisamente la parte de Ucrania que peor ha tratado, que ha bombardeado con más saña y donde se han cometido las peores atrocidades de toda la guerra. Un territorio con millones de refugiados, con incontables personas que han perdido su hogar… y sin recursos ni infraestructuras suficientes para una recuperación a corto plazo.
La Nueva Rusia de Putin -y, en esto, insisto, la resistencia de Mariúpol nos va a ayudar a hacernos una idea- será una región llena de odio, de resentimiento y de ansias de venganza contra el ejército ocupante. Una región económicamente devastada en la que Putin tendría que invertir millones y millones de dólares que no tiene para poder reconstruir algo parecido a la normalidad. Tal vez en su agenda esté un compromiso a lo Donald Trump de hacer pagar esas reformas al gobierno de Ucrania… pero pronto se dará cuenta de que, ni Ucrania va a reconocer esa Nueva Rusia como tal, ni tiene, en cualquier caso, el dinero necesario para reconstruir nada.
Hablamos de millones de empleos perdidos, hablamos de industrias destrozadas, hablamos de puertos comerciales probablemente destruidos tras operaciones militares. Hablamos también, como hemos mencionado antes, de un estado de alarma constante ante el peligro de insurrecciones. Si los ciudadanos de esta nueva Rusia de verdad quisieran ser nuevos rusos, creo que nos habríamos enterado en algún momento de estas cuatro semanas de guerra. Su heroica resistencia hace pensar lo contrario.
Frente a la “liberación”, esclavitud
Mariúpol hace tiempo que dejó de ser una ciudad habitable. Los muertos se cuentan por miles. ¿Quiere Putin hacer lo mismo con Járkov, con Odesa o con Dnipro? ¿Es consciente del enorme sinsentido de su estrategia? El ejército ruso arrasó Grozni y decidió dejarla en la pobreza absoluta. El ejército ruso arrasó Alepo y decidió que fuera el tirano Al-Assad el que se encargara de su reconstrucción. A Putin ni le iba ni le venía. Pero aquí hablamos de joyas de la corona del nacionalismo ruso: ¿cómo vas a destrozar Odesa, la ciudad fundada por Catalina La Grande, la que se levantó contra los zares en 1905 en el preludio de la Revolución de 1917?
Una guerra de destrucción puede tener sentido en un territorio que consideras extranjero, como, en el fondo, le pasa a Putin con las repúblicas caucásicas. Ucrania no es Chechenia y desde luego no es Siria. Cuando Putin se presenta ante su pueblo como un liberador o un redentor de sus “hermanos oprimidos por la dictadura neonazi de Zelenski y la Unión Europea”, hay que entender que dice la verdad, que realmente considera esas regiones parte de una gran Rusia unida que los bolcheviques nunca debieron dispersar.
En otras palabras, Putin no solo quiere crear una Nueva Rusia como estado defensivo, una especie de zona de nadie que le proteja de una posible invasión occidental -el fantasma con el que suele azuzar a sus ciudadanos- sino como una prolongación natural de la patria de todos los eslavos. En ese contexto, una guerra de destrucción es absurda. No puedes arrasar con aquello que quieres conservar durante siglos y siglos. Es una combinación, en rigor, imposible de cuadrar: vencer tiene que ir de la mano del convencer. De lo contrario, tendrás esclavos que te aguantarán durante una temporada, esclavos a los que alimentar, a los que hospedar y a los que sofocar. Pero esclavos, ni hermanos ni nada parecido.
La negativa a una pequeña victoria
Putin, por supuesto, tiene otra alternativa: quedarse con lo que ya consiguió casi a la semana de empezada la guerra. De cara al resto del mundo, supondría una pequeña humillación: la constatación de que su ejército no está a la altura de su leyenda… pero cara al interior siempre podría justificarlo: no se ha salvado toda la Nueva Rusia de las manos de los malvados, pero la “operación especial” ha servido para consolidar el dominio sobre Crimea, ampliar las fronteras del Donbás, y sumar alguna capital regional como Jersón. Algo es algo. No parece demasiado para los diez mil muertos que le va a costar esto a Rusia, pero peor era quedarse de brazos cruzados.
El problema es que hace tiempo que parece que Putin no entiende de lógicas ni de estrategias. Ha convertido esta guerra en una cuestión personal; una vara de medir su figura en los libros de Historia. Hay que ganar, no importa cómo. Si lo que se interponen son hospitales, escuelas o maternidades, mala suerte. Si hay que asolar zonas residenciales para implantar el terror, así sea. Cuando pase la adrenalina, se dará cuenta del error. No solo está condenando a su país a una recesión económica de escándalo combinada con un gasto militar futuro insostenible -lo que, sin duda, recuerda a la situación de la URSS- sino que su Nueva Rusia, si algún día llega, está llamada a no durar en el tiempo.
¿Por qué? Porque son zonas que han decidido mayoritariamente ser ucranianas y contra eso es muy difícil luchar. Han visto cómo sus madres y sus hijos han huido a otros países, han visto la muerte de sus vecinos, sus amigos, sus familiares… han tenido que huir como ratas y protegerse en refugios inseguros. Y eso no lo van a olvidar fácilmente, desde luego. Podrán someterlos, pero para eso hace falta una disuasión militar de la que Putin carece, como carecía Estados Unidos en Irak o en Afganistán. Todo esto para esto. Miles de muertos en nombre de un sueño imposible… y contradictorio.