Abolido en 2018 el límite de dos mandatos consecutivos, todo hace indicar que el XX Congreso del Partido Comunista Chino acabará con la reelección durante cinco años más de Xi Jinping como secretario general. A ese cargo hay que añadir los de jefe de las fuerzas armadas y jefe de estado. En otras palabras, todo el poder en China seguirá en manos de este hombre de 69 años, algo que no sucedía desde los tiempos de Mao Zedong. Si consigue terminar este nuevo ciclo, culminará quince años en el poder, superando los trece de Jiang Zemin y los diez de Hu Jintao, solo por detrás del citado Mao, presidente del Partido desde 1943 hasta su muerte en 1976.
Xi llega al Congreso exhibiendo el músculo del orden, lo que más se aprecia en un líder en China. Orden político interno pese a la política de Covid cero que tantos quebraderos de cabeza está dando a las distintas autoridades, orden económico pese a que la recesión asoma ya la patita, como en el resto del planeta, y orden internacional, establecida China en su lugar de superpotencia mundial sin necesidad de estridencias ni de grandes amenazas. El poder del líder comunista es de los que no requiere de demostraciones continuas. En los últimos cinco años ha superado con éxito las protestas en Hong Kong, la gigantesca crisis del coronavirus y ha conseguido que incluso John Cena admita que Taiwán no existe.
No se puede decir, sin embargo, que sea un poder silencioso. Xi, a diferencia de la mayoría de sus antecesores, es un hombre contundente en sus formas. Eso también es parte de su concepto del orden. No duda a la hora de imponer sus medidas, aunque eso conlleve una fuerte represión interna, y no lo piensa dos veces antes de demostrar su fuerza militar si así lo precisa la situación. En la pasada crisis del estrecho, tras la visita de Nancy Pelosi a Taiwán, se pasó una semana bombardeando posiciones muy cercanas a Japón, su gran rival en la zona, sin necesidad de apelar a armas nucleares ni terceras guerras mundiales.
El Covid cero y la represión interna
Como decíamos, a nivel interno, Xi puede presumir ante sus camaradas por partida triple: las protestas de los estudiantes de Hong Kong de 2019 podrían haber supuesto algo parecido a una revolución no solo en la excolonia británica sino en el resto del país. Xi actuó de la única manera que sabe: mandando al ejército y cerrando el puerto, aislandolo en la práctica de la tradicional influencia occidental. La excusa del 'Covid cero' también ayudó: los confinamientos y restricciones supusieron en la práctica la mejor política posible para acabar con un movimiento organizado que pretendía tomar las calles con sus protestas.
De hecho, es difícil saber hasta qué punto la salud y el orden se mezclan en el empeño de Xi en su lucha contra el coronavirus. Es indudable que China reaccionó con rapidez y contundencia a la enfermedad, demostrando una organización envidiable en un país de más de mil cuatrocientos millones de habitantes. A semanas del tercer aniversario del inicio de la epidemia que se convertiría meses después en pandemia mundial, China apenas se ha resentido económicamente de la crisis sanitaria -su PIB subió incluso en 2020 y se disparó un 8,1% en 2021- y presenta un número de víctimas oficiales relativamente insignificante: apenas quince mil muertos, diez mil de los cuales habrían fallecido precisamente en Hong Kong.
La construcción exprés del complejo hospitalario de Wuhan impresionó al mundo y demostró que el estado era capaz de actuar con rapidez y eficacia en medio del caos del origen de la pandemia, cuyo primer foco aún no se ha podido determinar con seguridad. China no solo sufrió y “exportó” la enfermedad, sino que supo sacar partido económico de la misma gracias a la venta masiva de productos de primera necesidad. En ese sentido, un país con fama de caótico se reveló como una máquina bien engrasada desde el punto de vista burocrático, el sueño de todo Partido Comunista.
El sueño de la anexión de Taiwán en 2025
Con todo, si Xi quiere ser recordado por algo en el futuro no es por su capacidad de cohesionar el país bajo el mando del estado sin renunciar a determinadas ventajas de la economía liberal. Su verdadero sueño, declarado en innumerables ocasiones, es reunificar China en un solo país y acabar así con el estado de Taiwán. Sus apelaciones a una anexión de la isla han sido constantes en sus dos mandatos, llegando incluso a ponerle fecha (2025) a una posible intervención militar exitosa.
Aquí, sin embargo, tenemos otro ejemplo de ese afán racionalista de Xi. A lo largo de 2022, a China se le han abierto dos ventanas estratégicas para atacar al gobierno nacionalista del otro lado del estrecho. La primera coincidió con la invasión de Ucrania por parte de Putin, en febrero. A nadie le habría sorprendido que Xi hubiera aprovechado la confusión general para intentar su propia “operación militar especial”. En cambio, Beijing prefirió templar los ánimos y apelar al derecho de los estados a su integridad territorial. Obviamente, la República Popular de China no considera que Taiwán sea un estado como tal, sino más bien una provincia díscola, pero no estimó necesario reafirmar su postura con amenazas o movimientos extraños.
Tampoco cruzó ninguna línea roja este mes de agosto tras la visita de la presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi. Como decíamos antes, Xi montó en cólera, armó un escándalo diplomático, mandó barcos y cazas a rodear la isla… pero prefirió que la cosa quedara ahí. Cuando el ministro de defensa dice 2025, es 2025. Ni antes de esa fecha ni después de 2035, cuando China ya entiende que la reunificación estará consolidada por completo. Faltan tres años para saber si se atreverán a atacar frontalmente el orden mundial o si preferirán mantener la amenaza como método más eficaz de ganar poder en las relaciones internacionales.
El amigo de Putin… y la esperanza de Occidente
Porque el caso es que China no necesita apelar al multilateralismo. El multilateralismo ya está aquí y tiene a Beijing como uno de sus ejes. Frente al ruido de los misiles rusos y su temerario recurso al imperialismo bélico, China ha sabido ganarse un espacio de vital importancia en las decisiones internacionales mediante su política de alianzas, la tremenda potencia de su comercio y la disuasión militar, aumentando año tras año su presupuesto armamentístico y renovando lo que era un ejército anclado en el siglo pasado. Como el ruso, vaya.
Cuando uno lidia con una potencia política, económica y militar, sabe que ha de tener cuidado sin necesidad de que se lo expliquen a gritos. Por mucho que, en público, primero Donald Trump y luego Joe Biden hayan criticado a China por su desprecio a los derechos humanos y sus dudosas prácticas económicas, Estados Unidos sabe que necesita a Beijing como aliado o que, al menos, no se puede permitir tenerlo como enemigo. Prácticamente, todos los puntos calientes del planeta tienen algo que ver con China: desde el gobierno dictatorial de Kim Jong-Un en Corea del Norte hasta las distintas islas del Pacífico Sur en constante disputa.
China es socio prioritario de Rusia, tanto en lo político como en lo económico -la famosa alianza BRICS que comparten con Brasil, India y Sudáfrica, otras tres economías en expansión- y muchos entienden que Xi es el único que realmente podría mediar entre Vladimir Putin y el resto del mundo si las cosas se complican. De hecho, Xi parece estar disfrutando de la situación, con un pie en cada orilla: su país se niega a apoyar la invasión de Ucrania, absteniéndose constantemente en las Naciones Unidas y repitiendo a quien quiera oírlo que hay que respetar su integridad territorial… pero a la vez mantiene económicamente al régimen de Putin, muy golpeado por las sanciones internacionales.
Resulta complicado pensar en una solución del conflicto en la que China no tenga nada que ver. Tarde o temprano, confiamos en Occidente, Xi meterá a Putin en vereda. El mero hecho de que le atribuyamos ese poder ya es un éxito descomunal tanto para el Partido Comunista chino como para su líder. Un reconocimiento a su jerarquía. Que miremos con esperanza a un régimen corrupto, asesino y dictatorial y lo veamos como un mediador fiable es, al fin y al cabo, la mayor demostración de que China está aquí para quedarse. Y nadie puede atribuirse el mérito de ese reconocimiento más que Xi. El práctico y metódico Xi. El cruel y despiadado Xi. Un nacionalista sin escrúpulos, es decir, un problema en ciernes que tarde o temprano nos explotará en la cara.
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