La noticia la confirmaba este martes Arancha González Laya, ministra de Asuntos Exteriores. David Beriain (Artajona, Navarra, 44 años) y Roberto Fraile (Baracaldo, Vizcaya, 47 años), dos periodistas españoles que se encontraban trabajando en Burkina Faso, eran asesinados tras sufrir un ataque al este del país africano. Ambos informadores rodaban un documental sobre la caza furtiva en la zona de Pama, en la provincia de Kompienga y cercana a la frontera con Benín, cuando fueron secuestrados y posteriormente ejecutados.
Beriain y Fraile, junto al irlandés Rory Young –también asesinado- viajaban en un convoy formado por una patrulla mixta de unos cuarenta efectivos burkineses contra la caza furtiva cuando individuos armados les tendieron una emboscada, según medios locales. Aunque el Gobierno de Burkina Faso atribuyó el ataque armado a "terroristas", González Laya advirtió de que la información aún es “confusa” y Exteriores no descarta que los captores fueran cazadores furtivos. La identidad de los secuestradores, según Ousséni Tamboura, portavoz del Ejecutivo de Burkina Faso, "no ha sido claramente establecida".
Lo que sí se sabe es que los periodistas españoles preparaban un reportaje audiovisual sobre la caza furtiva de animales protegidos y su tráfico en el mercado negro para la productora 93 metros, dirigida por Beriain. Para esa labor contaban con la ayuda de Rory Young, un guardabosques irlandés nacido en Zambia que había dedicado toda su vida a la conservación de la vida silvestre en el continente africano.
Young, experto rastreador, fue también fundador de Chengeta Wildlife, una organización sin ánimo de lucro pionera en la lucha contra el comercio de la vida silvestre y que se encarga de entrenar a los locales para defender los bosques y parques naturales y perseguir a los cazadores ilegales de la zona. “Gracias a nuestra formación, pueden operar de forma más eficaz sin dejar de estar seguros”, dice esta ONG en su página web.
La caza furtiva y el tráfico ilegal de animales es un negocio que mueve millones y millones de euros. Los números hablan por sí solos: el marfil del colmillo de elefante se paga a 1.500 euros el kilo en el mercado negro, y el cuerno de rinoceronte asciende a los 40.000 euros.
Caza furtiva en pandemia
La lacra de la caza furtiva, además, se ha disparado desde el estallido de la pandemia del coronavirus. Si hasta marzo de 2020 se limitaba a lugares poco turísticos, el cierre de las fronteras y las restricciones derivadas de la crisis sanitarias han provocado que esta práctica ilegal se extienda también a otros lugares más turísticos.
¿La razón? El turismo es el motor que financia la conservación de la vida silvestre en todo el territorio africano. Con la crisis de la Covid-19, los expertos temen que los animales amenazados y en peligro de extinción puedan convertirse en víctimas adicionales de la pandemia.
"Estos animales no solo están protegidos por los guardabosques, sino también por la presencia turística", decía en declaraciones a The New York Times Tim Davenport, director de programas de conservación de especies en África en la Wildlife Conservation Society. "Si eres un cazador furtivo, no vas a ir a un lugar donde hay muchos turistas, vas a ir donde haya muy pocos".
En esta época del año, los parques nacionales de África, las reservas y las reservas privadas de caza deberían estar llenas de turistas y cazadores de trofeos. Pero tras el cierre de las fronteras y la limitación de los viajes internacionales, los extranjeros no pueden visitar estos lugares.
En lugares como el Delta del Okavango y el Parque Nacional Kruger, donde los leones, leopardos, rinocerontes, elefantes y búfalos se pueden ver a simple vista, los turistas, los cazadores y los guías de expediciones tienen una presencia mucho mayor que la policía.
Sin ellos, la tarea de monitorear millones de hectáreas de desierto descansa únicamente sobre unos pocos miles de guardabosques. "Sin los guías turísticos, los guardabosques son como alguien que se mueve sin una pierna".
Mártires del medio ambiente
De hecho, y según datos de la ONG Global Witness, en 2019 murieron 212 activistas ambientales en todo el mundo. Son los llamados mártires del medio ambiente, que colaboran con gobiernos y comunidades locales para tratar de acabar con aquellos que amenazan la fauna salvaje de nuestro planeta.
La mayoría de los asesinatos tienen una característica común: el interés de la industria y de las mafias por explotar los recursos naturales en zonas pobres, en las que la ley no ofrece demasiadas garantías y la corrupción campa a sus anchas entre funcionarios y policía. En este contexto, los bosques son esquilmados, las minas explotadas, los animales cazados y, aquellos que alzan la voz, silenciados.
Es el caso del navarro David Berian y el vasco Roberto Fraile, que se jugaron la vida para contar lo que sucede donde nadie quiere mirar.