La hoja de ruta pactada en La Habana no solo ponía fin a más de 50 años de conflicto entre el Estado colombiano y la guerrilla más antigua de América Latina. Del histórico apretón de manos entre el presidente Juan Manuel Santos y Timochenko, el máximo líder de las FARC, nacía también una oportunidad inédita para construir una Colombia en paz y debilitar al narcotráfico. Sin embargo, pese a que la retórica oficial ya habla de posconflicto, la producción de coca ha alcanzado su máximo histórico y nuevos y viejos grupos armados intentan expandir su poder por el territorio colombiano.
“En estos días está habiendo muertos, atentados de grupos paramilitares y sicarios que llegan a la población. Nadie sabe quiénes son”, explica Clímaco de la Cruz, un líder campesino de la región amazónica del Putumayo, antiguo bastión de las FARC. En este departamento colombiano a las puertas de la Amazonía, en el que los colonos hace poco más de 50 años se abrieron paso a golpe de machete, la coca ha sido un motor económico esencial. Si Colombia es el primer productor mundial de esta droga, Putumayo, Nariño y el Norte de Santander concentran el 63% de siembras ilícitas.
La falta de infraestructuras y de inversión estatal forzó a muchos campesinos a cultivar coca. “Comercializar nuestra cosecha era muy costoso, sobre todo por el precio del transporte. No había carreteras, sino caminos embarrados donde los carros quedaban enterrados muchas veces con la mercancía. Eso fue lo que nos llevó a cultivar la coca”, explica Pedro, un agricultor que pasó de lo ilícito a la pimienta hace nueve años. No muchos siguieron su ejemplo. Para vender su producción, los cocaleros solo tenían que esperar que alguien llamara a su puerta.
Ese vacío estatal es el mismo que ahora facilita el avance de los viejos y nuevos grupos armados de Colombia, que también intentan conquistar las antiguas zonas de influencia de las FARC. Según la Fundación Paz y Reconciliación, desde la desmovilización de esta guerrilla, 74 de sus territorios han sido tomados por Grupos Armados Organizados (GAO), la nueva etiqueta que usa el Gobierno para denominar a las antiguas bandas criminales, que nacieron de la teórica desmovilización de los grupos paramilitares a mediados de la primera década del siglo XXI.
Las FARC advierten que atajar el problema de seguridad debe ser una prioridad. “El Acuerdo de Paz con las FARC no es la paz completa. Faltan los paramilitares, otras guerrillas o el narcotráfico”, explica el comandante del Bloque Sur, Martín Corena.
Este comandante asegura que el vínculo de esta guerrilla con el narcotráfico siempre ha sido indirecto: “Calificarnos de ‘narcoterroristas’ es una mentira repetida mil veces. Nosotros sólo les cobrábamos un impuesto a los narcotraficantes”. Según Corena, parte de ese dinero se invertía en las comunidades, a las que protegían de otros grupos armados. Ahora, quienes compran a los campesinos ya no tienen que lidiar con la guerrilla.
Quién es quién
Para la mayoría de los actores interesados en la economía ilegal, el oro y, sobre todo, la coca son el botín en disputa. “Los principales saboteadores armados tienen presencia en los territorios donde hay mayor concentración de coca, corredores estratégicos para sacarla y donde hay minería ilegal”, apunta Eduardo Álvarez desde la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
La gente ha construido con recursos de la coca puentes, carreteras y escuelas
Este experto en las dinámicas del conflicto considera que aún es pronto para etiquetar con precisión a todos estos grupos: “No conocemos muy bien su identidad, están en formación, evolucionando en los últimos seis meses. Todavía no dejan ver sus verdaderas caras”. El conflicto armado de Colombia está en plena transformación. “Es muy difícil establecer hoy en día cuáles son las dinámicas únicamente relacionadas con el crimen organizado y cuáles son las propias del conflicto armado”, matiza Álvarez.
En este mapa aún por definir, existen algunos actores que son viejos conocidos en Colombia. Dentro de los GAO, el Estado incluye a las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o el Clan del Golfo, que cuentan con cerca de 1.900 integrantes; Los Puntilleros; o el Ejército Popular de Liberación (EPL, también conocidos como Los Pelusos), a los que el Gobierno no reconoce como guerrilla.
Pero el problema del crimen organizado no son sólo los grandes nombres, sino las bandas más pequeñas que ejercen un importante impacto a nivel local. El gobierno las denomina Grupos Delincuenciales Organizados (GDO). Son Los Caqueteños, Los Botalones, Los Rastrojos, Los Costeños, La Cordillera, La Constru, Los Pachenca, La Empresa o el Clan Isaza. La FPI estima que en Colombia existen 24 GDO.
La deslocalización ha calado fuerte en este tipo de organizaciones, que cada vez son menos verticales. “El crimen organizado se ha fragmentado y se afianza en estructuras de menor envergadura”, explica Álvarez. Cada vez es más frecuente que los GDO operen como subcontratistas de organizaciones mayores como los GAO. Para este experto, “uno de los impactos del proceso de consolidación de las economías criminales es el fortalecimiento del crimen organizado a nivel local”.
Las dinámicas de expansión de los actores que pugnan por controlar la economía ilegal ya no implican necesariamente el uso de la violencia más abrupta y de masacres del pasado. “Vivimos verdaderos combates entre los diferentes capos del narco que involucraron a toda nuestra sociedad. Pero la época más dura fue con los paramilitares. Los que sobrevivimos era porque sabíamos ser sordos, ciegos y mudos”, explica Pedro, mientras enumera masacres en comunidades como la de El Placer o El Tigre, donde asesinaron a 28 hombres, quemaron casas y vehículos. Solo en 1999, se registraron 13 masacres perpetradas por los paramilitares en todo Putumayo. Murieron al menos 77 personas.
“Se están replicando lógicas que creíamos superadas, aunque de una una manera local, selectiva y menos visible”, señala desde la FIP. Esto incluye amenazas, extorsiones, asesinatos selectivos, y la imposición de nuevas norma de conducta. En ocasiones, un simple cartel o mensaje de Whatsapp es suficiente para que la población obedezca a los nuevos jefes, acate el toque de queda o no traspase las llamadas fronteras invisibles que trazan.
El avance y presencia de los ‘saboteadores armados’ en Colombia, para Álvarez, tiene un aliado, de momento, más invisible: “Una economía ilegal de esta envergadura no puede funcionar sin corrupción”.
Las bandas criminales nos son las únicas interesadas en los territorios post-FARC. Con objetivos diferentes, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) se ha fortalecido en sus zonas históricas y en otras donde no tenía presencia o estaban en manos de las tropas farianas. En plenas negociaciones de paz, pero sin que exista un cese al fuego, cuentan con unas 2.000 unidades. Completando el mapa de actores armados están las disidencias de las FARC. Los expertos creen que su incidencia es muy local y les atribuyen distintas motivaciones, políticas y económicas, a la hora de no acatar el proceso de paz.
El reto de la sustitución de cultivos
Los Acuerdos de Paz con las FARC contemplan el trabajo conjunto entre guerrilla y Estado para reducir las plantaciones de coca. Para este año, el Gobierno de Juan Manuel Santos se ha comprometido a sustituir 50.000 hectáreas por cultivos lícitos. En esta tarea contará con el apoyo inédito de las FARC para convencer a los campesinos de que apuesten por alternativas como el cacao o la pimienta.
El Gobierno, por otro lado, no renuncia a erradicar. Asegura que destruirá otras 50.000 hectáreas para finales de año. De hecho, el ministro de Defensa ha prometido que dimitirá si no consiguen ese objetivo. Pero los cultivos de coca han alcanzado máximos históricos. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en el último año se pasó de 96.000 hectáreas de cultivos ilícitos a poco más de 140.000. Un incremento del 52% en las áreas sembradas.
El tiempo no es el único factor en contra que tiene el gobierno. Sus planes de erradicación forzosa siguen levantando resistencias en las zonas rurales donde la coca es para muchos la única vía de subsistencia. En mayo, un funcionario de la ONU fue secuestrado en el Guaviare mientras intentaba ayudar a productores a sustituir sus cultivos. En Tumaco, se realizaron protestas durante una semana contra los planes de Santos y en abril 11 policías encargados de erradicar una plantación masiva fueron retenidos por cerca de 1.000 agricultores.
Muchos cocaleros (se estima que son alrededor de 150.000 personas), en cambio, están más convencidos que antes para acogerse a los planes de sustitución de cultivos, pese a tener muchos recelos. Temen por su seguridad, amenazada por la actividad de los grupos criminales que intentan expandir sus dominios. Temen por sus vidas. Pero también temen que el Gobierno incumpla con los planes de ayudas prometidos para sustituir la coca por otros productos lícitos.
“La gente aquí con los cultivos de coca resuelve la educación de sus hijos, los problemas de vivienda, los temas de alimentación y de salud. Incluso en zonas apartadas, la gente ha construido con recursos de la coca puentes, carreteras, escuelas. Han resuelto problemáticas que no consiguió el gobierno”, cuenta Clímaco.
Muchos campesinos, como Clímaco, aseguran que las ayudas sin una inversión estatal para asegurar la distribución y comercialización de sus productos no erradicará el problema de los cultivos de coca. “Si se cumpe todo lo acordado en La Habana, la gente piensa que ya no tendrá por qué cultivar más coca —explica—. Si nos garantizan mercados para productos lícitos, nos construyen carreteras, ¿para qué sembrar coca?”.