En su autobiografía de 2017, Promise me, Dad, dedicada a su fallecido hijo Beau, Joe Biden ya esbozaba lo que serían las líneas maestras de su candidatura contra Donald Trump en 2020. El país se encontraba en una situación excepcional, de un peligro enorme, y él estaba dispuesto a hacer el sacrificio que no hizo en 2016, cuando la candidatura de Hillary Clinton obtuvo el apoyo mayoritario del establishment demócrata.
La narrativa de las elecciones fue una narrativa del bien contra el mal, una narrativa de la excepcionalidad, una suerte de “último baile”: desde luego, nadie pensaba que aquel hombre de 78 años pudiera siquiera pensar en optar a repetir mandato.
Tal vez por eso, la elección de Kamala Harris como vicepresidenta o la de Pete Buttigieg como secretario de Estado de Transporte se entendieron desde el principio como un empujón a sus posibles candidaturas para 2024. Ambos habían sido rivales más que dignos en las primarias y en sus manos debería estar el futuro del Partido Demócrata.
Eso, sin contar a la siempre ingeniosa Alexandria Ocasio-Cortez, perteneciente al ala más radical del partido, el controlado por Bernie Sanders, y cuyo nombre también sonó como candidata presidencial en un futuro cercano.
Sin embargo, el tiempo y el poder han ido en la dirección contraria. Biden ya no quiere echarse a un lado y a eso hay que unirle que el Partido Demócrata tampoco quiere que el presidente renuncie a la reelección, tal y como anunciaban este mismo lunes The Washington Post y The New York Times, las dos cabeceras de referencia del pensamiento liberal-progresista del partido.
Ambos medios coinciden en señalar que Biden tiene la decisión tomada y que la anunciará esta misma semana. Si no lo ha hecho antes es porque aspiraba a un consenso del que solo ahora está convencido. No habrá candidaturas potentes que intenten “hacerle la cama” desde dentro. Con mayor o menor resignación, contará con un partido unido en torno a su persona.
La amenaza fantasma
Las razones por las que Biden se siente con confianza para seguir presidiendo los Estados Unidos hasta los 86 años quedan para él. La gran pregunta es por qué el Partido Demócrata ha decidido que sigue siendo su mejor candidato. Da la sensación de que estamos ante un partido que aún no ha superado el trauma de 2016 y que no ha sabido extraer las debidas consecuencias de la debacle de Hillary Clinton.
Una debacle que, por otro lado, terminó con dos millones y medio más de votos que su contrincante a nivel nacional, pongamos todo en perspectiva.
En ese sentido, la elección de Biden como candidato del sistema solo se puede entender desde el miedo a Trump y, en general, al “trumpismo”. Miedo a los bulos, miedo a una campaña desgarradora, miedo a volver a perder frente a la amenaza populista…
Miedo, en definitiva, a que vuelva la excepcionalidad en forma de Trump o de cualquier otro candidato aupado por Fox News, Steve Bannon y ese conglomerado de medios que configuran la autodenominada “derecha alternativa” estadounidense. Una derecha que deja de lado el “neoliberalismo Wall Street” para entregarse a las milicias ultrarreligiosas de la América profunda.
Olvidan quizá los demócratas que, en los últimos 35 años, los únicos candidatos republicanos que han ganado el voto nacional en unas presidenciales han sido George H. Bush (1988) y su hijo George W. Bush (2004).
En otras palabras, olvidan que su base electoral es enorme, como se demostró en las midterms de 2018, en las presidenciales de 2020 y de nuevo en las midterms de 2022, en las que no estuvieron lejos de renovar sus mayorías en la Cámara de Representantes y en el Senado, algo casi inédito para un partido en la Casa Blanca.
La salud del Partido Demócrata invitaría a pensar en que es buen momento para dar protagonismo a nuevas caras. Enfrente, tienen a un rival ya totalmente entregado al fanatismo. Es cierto que Biden neutraliza hasta cierto punto el “discurso del odio” que con tanta fiereza acabó con la campaña de Hillary Clinton, pero es que no hay figura política que dispare los bajos instintos de la base republicana como Hillary. Su única rival podría ser Nancy Pelosi, la dos veces speaker de la Cámara de Representantes.
Los riesgos de la gerontocracia
El hecho de elegir un candidato por su idoneidad frente al candidato contrario presenta de por sí un peligro: por mucho que desmotive a cierto electorado republicano, ¿es Biden el mejor para entusiasmar a sus propios votantes?, ¿es el que mejor puede representar las aspiraciones de las nuevas generaciones?, ¿cuántos votos nuevos trae su candidatura al Partido Demócrata? ¿No hay nadie, en todo Estados Unidos, mejor que un Biden que ya ha dado muestras sobradas de deterioro físico y mental a lo largo de estos dos años y medio de primer mandato?
La gerontocracia que parece haberse apoderado de la política estadounidense -Biden tiene 80 años, sí, pero Trump va por 76, Pelosi se retiró hace solo tres meses con 82, el líder de la minoría republicana en el Senado, Mitch McConnell, tiene 81 y así sucesivamente- recuerda peligrosamente a lo sucedido en la Unión Soviética a principios de los años ochenta, cuando el apparatchik iba consumiendo dinosaurios completamente alejados de la realidad de su país y de las necesidades de sus ciudadanos.
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Si la juventud en sí no puede considerarse un mérito, la senectud excesiva puede convertirse en un enorme riesgo. No sabemos si Biden podrá hacer una campaña electoral en condiciones ni mucho menos compaginarla con sus obligaciones como presidente.
Tanto su edad como su estado físico y mental -hemos visto cosas en los últimos meses como mínimo chocantes- se convertirán en temas recurrentes que opacarán los logros de su administración. Diga lo que diga Biden, prometa lo que prometa, siempre quedará la duda de si tendrá la capacidad de llevar a cabo su agenda durante los siguientes cuatro años.
Los índices de popularidad del presidente tampoco invitan al optimismo, aunque esto es normal en una sociedad prácticamente partida por la mitad. Biden es difícil de odiar, es cierto, pero también difícil de amar y en política hay mucho de ambos sentimientos.
Las últimas encuestas muestran que solo el 42,5% de los estadounidenses aprueban su gestión, por un 52,8% que la desaprueban. Desde la II Guerra Mundial, ningún presidente ha conseguido la reelección llegando a las urnas por debajo del 50% de aceptación, aunque es cierto que Obama se pasó sus tres primeros años con unas cifras parecidas a las de Biden en la actualidad. Remontó justo al final. Tenía 51 años y era un torrente de energía.