La importancia de Steve Bannon sobre los movimientos de la llamada “alt-right” en todo el planeta durante los últimos diez años es difícil de infravalorar. Bannon y Breitbart News estaban ahí mucho antes que Trump, antes que Farage, antes de que Le Pen ganara elecciones europeas y antes de que VOX sacara representación política en España. El problema con estas figuras áulicas, que viven precisamente de su importancia moviendo los hilos en la sombra, es su empeño en darse más aires de los que les corresponden.
Alguien como Bannon, alguien como Roger Stone, alguien, incluso, en otro contexto y otra ideología, como Iván Redondo, necesita a la vez un halo de misterio y un recordatorio regular de que sus servicios están disponibles. Al ser gurús, magos de la política, estrategas únicos, no aguantan la rutina. Redondo estuvo dos años en el Gobierno de Pedro Sánchez y acabó muerto de aburrimiento y jugando al ajedrez consigo mismo. Mucho mejor volver al “coaching” y a las frases de autoayuda.
Bannon, por su parte, después de cuidar al milímetro la propaganda en torno a la candidatura de Donald Trump para las presidenciales de 2016 y alimentar la campaña de odio contra Hillary Clinton que, a la postre, fue lo que hizo ganar las elecciones al multimillonario, apenas duró siete meses como colaborador fijo en su administración… y eso que se habían inventado un puesto exclusivamente para él. Bannon es un antisistema que encaja mal en el sistema. Otros lo hacen de maravilla, pero él se siente incómodo. Sospecho que, al igual que Iván Redondo, se aburre. Si tu trabajo es buscar la mejor solución para un conflicto, necesitas que los conflictos te rodeen continuamente.
Que Bannon dejara tan pronto el gobierno de Trump no quiere decir que perdiera la relación con el presidente. Es cierto que, en un primer momento, tuvieron sus más y sus menos, pero cuando dos personas se admiran tanto es normal que acaben cruzándose de nuevo. El asunto es saber hasta qué punto. La investigación en el Congreso de los Estados Unidos en torno a los sucesos del 6 de enero de 2021, cuando una turba incontrolada intentó hacerse por la fuerza con la representación popular, parece centrarse ahora en cuánto sabía el presidente Trump acerca de esa conspiración… y nadie mejor que Steve Bannon para explicarlo.
Una nube negra
¿Por qué no lo cuenta Trump directamente? Bueno, Trump tiene inmunidad como expresidente. No tiene por qué acudir a declarar si no lo considera conveniente. De momento, ha preferido el silencio y que amaine un poco la tormenta. Las cosas, en este primer año de administración Biden, le han ido bien: su rival en 2020 está en unos niveles de aceptación popular tan bajos que solo pueden compararse a estas alturas de mandato con los del propio Trump. Solo el 42,8% de los estadounidenses aprueban la gestión de Biden, que empezó a verse cuestionado tras la nueva ola veraniega de Covid y el desastre diplomático de Afganistán… y no ha vuelto a levantar cabeza.
Aparte del mal ajeno, Trump puede presumir de haber avanzado en el control interno del Partido Republicano pese a haberse presentado en su momento como un independiente, lejos de las altas esferas tradicionales del GOP. Ni la derrota electoral ni la turbia relación entre sus palabras y el intento de golpe de estado de enero han provocado rechazo alguno entre las filas de la oposición. Al contrario. Con algunas salvedades, como el líder de la minoría republicana en la Cámara de Representantes, Mike McCarthy, el trumpismo parece haberse establecido como filosofía política de cabecera.
El triunfo de Glenn Youngkin en Virginia, rompiendo tres mandatos seguidos del Partido Demócrata, es de lo más indicativo. La última encuesta del Emerson College, ilustre empresa demoscópica, habla de dos puntos de ventaja para Trump en el voto popular. Ni que decir tiene que una victoria republicana en el voto popular equivale a una victoria en el colegio electoral. Al revés, no siempre está tan claro.
Entre tantas buenas noticias es donde aparece Bannon. Que a Trump no le apetece nada que Bannon testifique ante el Congreso se puede intuir en dos cuestiones: primero, ha intentado cubrirle con el manto de la inmunidad presidencial para no declarar, lo que, a su vez, daba por hecho que Bannon sabía cosas de Trump relacionadas con el 6 de enero que no podían contarse.
En segundo lugar, el propio Bannon ha renunciado a presentarse pese a ser oficialmente citado en numerosas ocasiones. En rigor, Bannon debería haber sido detenido, pero no se hizo para evitar el espectáculo. En cambio, tras un acuerdo con el juez que estimará su desacato al Congreso, se presentó por su propio pie esta misma semana.
El “privilegio del podcaster”
Ahora bien, se presentó como uno espera de Steve Bannon. Armando ruido e insistiendo en la conspiración. Culpando a los demócratas -en concreto a la líder de la mayoría en el Congreso, Nancy Pelosi, al fiscal general, Merrick Garland, y, por supuesto, al presidente Joe Biden- de estar detrás de su procesamiento y amenazándoles a la vez con que todo se girará en su contra. “Mi equipo legal va a ser muy agresivo en ese sentido”, afirmó ante las cámaras, debidamente avisadas de su entrega. Nadie lo pone en duda.
El asunto es saber hasta qué punto a Trump le interesa que todo esto se siga moviendo. Por un lado, refuerza a su base, a los que le iban a votar igual. Les recuerda que perdieron unas elecciones que ellos daban por ganadas y que, según sus líderes mediáticos y políticos, supusieron un fraude colosal a la ciudadanía. Les recuerda que Trump luchó hasta el final por desvelar esa conspiración, hasta el punto de intentar paralizar fuera como fuera la elección de Biden como nuevo presidente.
El problema es que ese “sea como sea” tiene sus límites. Bob Woodward y Robert Costa, los prestigiosos periodistas del Washington Post, publicaron recientemente en su libro “Peril” (“Peligro”) que las afirmaciones de Trump no eran producto de un calentón sino de un plan premeditado que contaba con el presidente del Senado y vicepresidente de la nación, Mike Pence, como pieza clave. Su trabajo era ir trampeando legalmente para posponer cualquier nombramiento y hacer que los abogados de Trump fueran ganando tiempo. Si la presión popular era parte de ese plan y hasta qué punto se pensaba que llegaría es lo que está por determinar.
Los propios Woodward y Costa recordaban esta misma semana en la CNN que, según su investigación, Bannon “fue el instigador” de los actos de enero y que Trump se limitó a seguirle. Bannon no solo sigue negándose a declarar ante el Congreso sino que insiste en que esa negativa no implica nada ilegal: apela, ahora a su “privilegio como podcaster” para no revelar fuentes. Un privilegio que habrá que discutir si existe realmente o no y a quién puede aplicarse.
Trump y el exceso
En la campaña que le llevó al triunfo en 2016, Trump presumió públicamente de que era tan querido que podría disparar a alguien en medio de la calle y no perdería un voto. Igual pensó que podía tolerar, cuando menos, un golpe de estado sin tener que asumir responsabilidad ninguna. Recientemente, hablando del asalto al Capitolio y de los gritos de los asaltantes amenazando con colgar a Mike Pence, Trump volvió a quitar hierro: “Esa gente estaba muy enfadada”, repitió, lo cual es la típica excusa de Trump para justificar prácticamente cualquier cosa.
El asunto es determinar si el exceso beneficia a Trump y hasta qué punto. Desde luego, beneficia a Bannon, que refuerza su papel de gran instigador antisistema -en febrero de este año, Twitter canceló su cuenta por decir que habría que decapitar al doctor Anthony Fauci-, y, hasta cierto punto, supone una publicidad gratuita para alguien que vive de su presencia en los medios y que, ahora mismo, no juega ningún papel político como tal: se mantiene alejado de la cúpula del GOP y aún es demasiado pronto para presentar candidatura alguna para 2024.
Ahora bien, si la cosa va mal para Bannon. Si, pese a toda su chulería y su prepotencia, el juez le encuentra culpable de desacato. Si, obligado a testificar ante el Congreso, se determina que estuvo al tanto y colaboró en los preparativos de la toma del Capitolio y, por último, si se establece algún tipo de nexo, más allá del literario, entre Bannon y Trump a este respecto… es complicado pensar que al votante medio le va a dar igual. Por supuesto, le dará igual al convencido, pero con convencidos no se suelen ganar elecciones. No lo hizo hace apenas un año, para empezar. De momento, el ruido viene todo de un lado, como siempre. Habrá que ver, al final, quién se lleva las nueces.