Florida es un lugar peculiar. Uno de esos estados que cambian de opinión con cierta facilidad y que gusta de los recuentos vibrantes. En 2018, tras dos triunfos del republicano Rick Scott como gobernador más el de Donald Trump sobre Hillary Clinton en las presidenciales de 2016, todo apuntaba a cambio de ciclo. Al no poder Scott presentarse a un tercer mandato, los republicanos eligieron a un joven abogado de 40 años, Ron DeSantis, congresista desde 2012 pero relativamente poco popular en el estado.
De Santis, excombatiente en Irak con los SEALS y un tipo tremendamente conservador y religioso, muy en la línea del senador Marco Rubio, partía como perdedor seguro en prácticamente todas las encuestas. Tanto se daba por hecho que el siguiente gobernador de Florida sería el demócrata Andrew Gillum, que la victoria final de DeSantis por apenas cuatro décimas -treinta y tres mil votos sobre un total de más de ocho millones- se consideró un enorme triunfo de su gran protector: el propio Trump, que se había tomado la campaña de DeSantis como algo personal.
La conexión DeSantis-Trump fue absoluta durante la campaña. El congresista basó su candidatura en apoyar el muro que se iba a construir en México aunque su estado no tuviera frontera con dicho país y en repetir el lema Make America Great Again una y otra vez, incluso con sus hijos pequeños como reclamos publicitarios. La victoria de DeSantis, tanto en las primarias de su partido como en las elecciones a gobernador, recordaba al milímetro a la de Trump en 2016: de outsider a triunfador con un discurso populista, directo y rayando constantemente la xenofobia.
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Al menos, así lo vivió Donald Trump, quien dio por hecho que Ron DeSantis sería para siempre un perrito fiel agradecido por su ayuda. Trump, tremendamente popular en Florida por sus campos de golf, considera que el gobernador le debe su carrera. Puede que sea verdad. Lo que está claro es que DeSantis no lo piensa así. Y si lo piensa, no está dispuesto a que el culto al líder eclipse sus ambiciones propias.
Del egocentrismo al mesianismo
Las desavenencias entre ambos empezaron relativamente pronto, cuando, en 2020, DeSantis discrepó públicamente de las políticas anti-COVID de Trump y la prensa empezó a postularle como posible sustituto tanto si el presidente perdía las elecciones de noviembre como si las ganaba. En DeSantis hay mucho de Trump, sobre todo el mesianismo. El convencimiento de que Dios les puso en el mundo para cumplir una misión que nadie más puede llevar a cabo. Así, más o menos, lo expresó en su propia campaña en un controvertido anuncio que acaba con las palabras: "Y al octavo día, Dios miró el paraíso que había planeado y dijo: 'Necesito alguien que lo proteja'. Y, así, Dios hizo a un luchador", en referencia, obviamente, a DeSantis.
Del egocentrismo de Trump se ha hablado en multitud de libros y artículos. Está bien documentado. El de DeSantis puede ser incluso más peligroso precisamente por su convencimiento religioso. Trump puede afirmar que Dios le creó para salvar a Estados Unidos y saber, en su interior, que está diciendo una barbaridad. Ni siquiera sabemos hasta dónde llega el compromiso religioso de Trump, pero sus obras hablan por él en ese sentido. Sin embargo, cuando lo dice Ron DeSantis, da un poco más de miedo porque ese convencimiento suena más sincero. Y, si de verdad uno cree que Dios le eligió protector de su creación, ¿cómo ceder esa responsabilidad por cálculos políticos?
El poder de Donald Trump en el Partido Republicano es enorme. Probablemente, mucho mayor que en 2018, cuando era presidente. Ha conseguido que dos tercios de los candidatos republicanos a la Cámara de Representantes defiendan su teoría de que las elecciones de 2020 fueron un fraude… o al menos mantengan un prudente silencio al respecto. Enfrentarse a Trump, a su prensa afín y a su inmensa base de seguidores fanáticos, capaces incluso de ponerse una piel de animal en la cabeza y asaltar el Capitolio, es ahora mismo un acto de valentía. Muchos ni se lo plantean. Ron DeSantis, empieza a quedar claro, sí.
¿Un segundo mandato de Trump?
Durante estos dos últimos años se ha puesto en duda que Trump fuera a presentarse a las elecciones de 2024. Si uno ya ejerce el poder absoluto sobre su partido, ¿por qué arriesgarse a que los votantes le lleven la contraria? Aparte, está la cuestión de la edad: Trump tendrá 78 años en 2024, es decir, exactamente los mismos que tenía Joe Biden cuando ganó en 2020. ¿Querría el expresidente exponerse a una derrota o, en caso de victoria, a la sobreexposición de su vejez? Era una duda razonable.
Sin embargo, el propio Trump se ha encargado de disiparla y lo ha hecho, precisamente, en Florida. Porque el caso es que Trump está haciendo campaña en Miami y alrededores para asegurarse de que el senador Marco Rubio y los distintos congresistas republicanos, empezando por Matt Gaetz, otro de sus protegidos, son reelegidos en las midterms que se celebran este martes. Ante una multitud entusiasmada, Trump, sin llegar a asegurarlo, dejó entrever que en 2024 intentaría volver a la Casa Blanca. Con un gesto, vino a expresar que "no le quedaba más remedio". Alguien tenía que hacerlo.
¿Qué posibilidades tiene Trump de ser elegido en 2024? Es muy difícil saberlo con certeza. De entrada, porque la supuesta "ola republicana" de estas elecciones legislativas es un fenómeno relativamente habitual en este tipo de comicios, que se utilizan a menudo como castigo al partido en la Casa Blanca del presidente de turno. En este caso, los demócratas controlan además el Senado y la Cámara de Representantes. Difícil tienen echar balones fuera y no asumir responsabilidades.
No hay que dar por hecho que en 2024 el momento político vaya a ser el mismo y menos que lo pueda capitalizar Donald Trump. Hablamos de un personaje demasiado polarizador, al que se odia o se venera, con muy pocos términos medios. No es fácil ser votante de Donald Trump. De entrada, hay que ser republicano. Aparte, hay que comulgar con un determinado credo que pudo sonar novedoso en 2016, pero cuya vigencia en 2024, intento de golpe de estado mediante, está por ver.
La disyuntiva de Ron DeSantis
No es tan difícil, sin embargo, ser votante de Ron DeSantis. Su perfil va en la tradición del liderazgo republicano post-Reagan. Líderes carismáticos con ideas muy claras en torno a la religión, la familia y la inmigración. Lo que la periodista del Washington Post, Dana Milbank, acuñó como "destruccionismo" y que abarca desde ese elogio andante al hombre de la calle que era George W. Bush a la cohorte de aduladores de Donald Trump, modelados todos al gusto del gran pensador de la alt-right, Steve Bannon.
Por eso, Ron DeSantis no acaba de echarse a un lado cuando se habla de las candidaturas a las primarias republicanas de 2024. Metido en su propia reelección a gobernador, sin ayuda alguna de Trump –"no me la ha pedido"- se excusó el expresidente-, las encuestas apuntan a un triunfo inapelable en Florida… y le dan algunas posibilidades de cara a la lucha por la Casa Blanca. Posibilidades que apenas tienen Mike Pence, el vicepresidente de 2016 a 2020, o Liz Cheney, la gran némesis de Trump en el Partido Republicano, dos de los otros posibles candidatos.
La ventaja que tiene DeSantis es que es hijo del trumpismo de la primera ola. Estuvo cuando había que estar. Aunque será acusado con fiereza de traición, encontrará la manera de defenderse ante esa parte del electorado que pide lealtad absoluta a la tribu. Ahora bien, el trabajo que tiene por delante es inmenso: los sondeos le dan como ganador en Florida ante su mentor y eso no es poca cosa, pero a nivel nacional la desventaja sigue estando en torno a los 20 o 25 puntos. Si se mantiene así dentro de un año, DeSantis tendrá que plantearse en qué utiliza los 90 millones de dólares que le han sobrado de su campaña de gobernador. ¿Intentará dar la vuelta a las encuestas, como hizo en 2018, o se subirá al carro de Trump para ir con todo en 2028? Esa es su disyuntiva, ahora mismo.