Este sábado un atentado suicida reivindicado por el grupo terrorista Estado Islámico ha dejado al menos 80 fallecidos en las calles de Kabul (Afganistán). Según algunos testigos, un terrorista se escondía bajo un burka antes de hacerse explosionar durante una manifestación de la minoría étnica hazara contra un proyecto eléctrico del Gobierno que excluye a esta minoría chií.
El alcance de este grupo terrorista en el Afganistán donde los talibanes siguen controlando áreas rurales, se refleja en la región de la cercana Jalalabad, a unos 150 kilómetros de la capital donde ha sucedido su última masacre.
Poco había cambiado en los últimos 100 años en las habitualmente tranquilas aldeas de los alrededores de Jalalabad, en la provincia afgana oriental de Nangrahar. Todos los lugareños parecen conocerse y los forasteros son observados con desconfianza. Recientemente, sin embargo, muchas caras nuevas han llegado a la zona.
Muchas de ellas son desplazados internos que buscan refugio después de haber tenido que abandonar sus hogares a raíz de la continua y eterna violencia que ahoga sus respectivas regiones.
“No pueden ser musulmanes… no pueden serlo”, repite para sí Gul Rahman mientras sacude la cabeza. Se refiere a una nueva y misteriosa amenaza que sobrevuela el distrito de Shinwar. “¡¿Quién es esta gente y de dónde viene?! En todos estos años de guerra no he visto nada tan deshonroso”.
Rahman no es el único afgano desconcertado por la aparición y crecimiento de lo que se conoce como 'Estado Islámico' (EI) o 'Daesh' (acrónimo procedente del árabe) en Afganistán. La mayoría de los ciudadanos de a pie, como aquéllos en puestos de responsabilidad, se rascan la cabeza preguntándose cómo es posible que este grupo que desdeña las viejas tradiciones afganas y las normas del islam haya surgido aparentemente de la nada.
Más chocante todavía es cómo la organización terrorista parece poseer lo último en armamento y equipo, así como uniformes salidos del escaparate. Según el vicepresidente del Parlamento afgano, Haji Abdul Zahir Qadeer, el primer alto cargo en dar la voz de alarma sobre el ascenso de EI, el grupo “tiene de todo salvo, tanques y aviones”. “Todo lo demás lo tienen”, asegura.
EL SURGIMIENTO DEL EI EN AFGANISTÁN
Dos cohetes se precipitaron sobre el hogar de Qadir en Jalalabad horas después de anunciar que lideraría un “levantamiento popular” contra Estado Islámico en la provincia de Nangrahar. Era julio de 2015. “Me tomo esto muy en serio”, afirma desde su complejo familiar en el distrito de Surkhrod. “Hice una promesa a la gente de Shinwar y al pueblo de Afganistán y la voy a cumplir”.
El anuncio de Qadir respondía al asesinato de diez hombres en el remoto distrito de Shinwar en Nangrahar, próximo a la frontera pakistaní. Sus muertes provocaron el clamor de la nación y una confusión generalizada por la obscena manera en que se realizó la ejecución, pero también por el completo desprecio de estos autodenominados musulmanes hacia la cultura y tradiciones de la población nativa.
Los terroristas de EI vendaron los ojos a los hombres de Shinwar antes de obligarlos a caminar hasta una colina para sentarse sobre explosivos que luego detonarían. El macabro espectáculo fue capturado en vídeo y diseminado a través de las cuentas en redes sociales de la organización.
Tuvimos suerte. Nos permitieron continuar con nuestro trabajo habitual en lugar de reclutarnos. (Basir Khan, 10 años)
Cuando Estado Islámico apareció por vez primera en Shinwar, el grupo aseguró que su propósito era liberar a la población de los talibanes. “Nuestra lucha es con ellos, no con vosotros”, dijo la organización a los vecinos. La red terrorista mantuvo su promesa y sacó a los talibanes de la región, pero Estado Islámico no tardó en reinar en Shinwar, saqueando todo tipo de bienes primarios como ganado o madera. Para controlar todavía más a la población y adoctrinarla, los terroristas cerraron algunas escuelas y quemaron otras hasta los cimientos.
Al contrario que con los talibanes, que tenían vínculos e integrantes oriundos de las zonas que gobernaban, ninguna de estas aisladas áreas tribales reconoce a Estado Islámico. Basir Khan, un niño de diez años del distrito de Shinwar, recuerda cómo el grupo reunió a todos los hombres y niños para informarles de que se incorporarían a las filas de la organización.
“Sonaban como si fueran panyabíes”, dice Basir utilizando un término que designa a la gente de la provincia pakistaní de Punyab pero que también se utiliza para referirse a quienes hablan urdu, lengua nacional de Pakistán. “Hace meses que no vamos a casa”, continúa Basir. “Tuvimos suerte. Todo el mundo en nuestra aldea sabe que nuestra familia va y viene a la ciudad de Jalalabad, por lo que nos permitieron continuar con nuestro trabajo habitual. Eso fue hace ocho meses y no hemos regresado desde entonces”.
La historia de Basir es apenas una de entre los miles de personas que se han visto obligadas a dejar las tierras de sus ancestros. Aquellos que lograron salir de Boti Kot antes de que la situación empeorara son los afortunados. Los que se quedaron atrapados antes de poder planear una huida, niños incluidos, no tuvieron tanta suerte.
LOS 'CACHORROS' DEL EI
Este mes, en un nuevo y espeluznante esfuerzo propagandístico, Estado Islámico divulgó un vídeo que lucía su marca identitaria de violencia extrema, pero en esta ocasión los verdugos eran niños. En él, dos menores ataviados a la moda de Estado Islámico caminan, pistola en mano, hacia un hombre de rodillas y con los ojos vendados, supuestamente un talibán. El vídeo conmocionó una vez más a una población afgana ya desorientada.
Las ejecuciones fueron llevadas a cabo en Boti Kot, otro distrito de la provincia de Nangrahar. Al contrario que en Shinwar, el nacimiento de Estado Islámico en la región fue orgánico e integrado por miembros de la población local que una vez fueron combatientes talibanes desilusionados con el liderazgo de su grupo, las luchas internas, el vacío de poder y la posibilidad de un acuerdo de paz con el Gobierno afgano.
Aunque algunos testimonios describen a Estado Islámico en Boti Kot como una “mezcla de afganos, pakistaníes, chechenos y uzbecos”, se dice que la mayoría de sus integrantes proceden de la población local. Esto fortaleció su control sobre el territorio, pero no suavizó la brutalidad que infligieron sobre él.
“Se llevaron a los niños cuyos padres se supone que eran simpatizantes del Gobierno y los pusieron en madrasas donde les enseñarían la interpretación salafista del islam; cualquiera que no esté de acuerdo con sus posturas es un impío”, afirma Mulá Sher, un antiguo habitante de Boti Kot que se vio forzado a abandonar su hogar por amenazas de integrantes de Estado Islámico. “Esta forma de pensar significa que te comparas con Alá y crees que puedes tomar estas decisiones sobre la vida y la muerte”, denuncia. “No existe legitimidad alguna en raptar y amenazar a niños”.
Otras fuentes que residen en la zona confirman que Estado Islámico ha raptado niños en Boti Kot, pero afirman que sólo los pequeños de gente que trabajaba para o tenía vínculos con el Gobierno. Fuentes de la región aseguran que los hombres que ahora forman parte de Estado Islámico habían empezado a abrazar la corriente salafista del islam en la última década, algo nuevo en la zona.
Sufrimos la guerra desde hace 30 años y nunca habíamos visto nada como esto. Estos hombres no pueden ser musulmanes
Siguiendo esta estricta interpretación, los integrantes de la organización terrorista comenzaron a reprimir las normas sociales y las tradiciones, a reunir a los niños para adoctrinarlos y a repartir dictámenes takfiristas (el takfirismo consiste en negar la condición de verdadero musulmán a quien piensa diferente) contra quien osase cuestionar su liderazgo.
“Sufrimos la guerra desde hace 30 años y nunca habíamos visto nada como esto. Estos hombres no pueden ser musulmanes. ¿Acaso un musulmán le pediría a un anciano de barba blanca que entregue a sus hijas o a sus hijos adolescentes? ¡Desde luego que no!”, afirma Abdul Aziz, un granjero pobre próximo a los 70 años de edad. “Nos fuimos sin nada salvo la ropa que llevábamos puesta y damos gracias a Alá por tener piedad y dejarnos tener nuestras vidas”.
Las historias del uso de niños soldado por parte de Estado Islámico comenzaron a ver la luz en los últimos seis meses y el periodista Nayib Quraishi había informado sobre ello en un artículo para Al Jazeera, pero hasta este vídeo de los “cachorros del EI” -como la organización terrorista denomina a sus menores- no había una prueba explícita de que el grupo utilizara a niños en el campo de batalla.
“Esto es un ejemplo de cuán impopular es este grupo”, asegura un alto funcionario afincado en Nangrahar que pidió permanecer anónimo. “Esta gente no sabe nada de nuestra cultura o nuestra religión o, aún peor, no les importa nuestra cultura o nuestra religión. ¿Cómo pueden reivindicar que luchan en nombre del islam?”
Tras este vídeo que muestra a niños ejecutando a hombres identificados como insurgentes talibanes, la animadversión de la sociedad afgana hacia Estado Islámico había crecido más todavía. Tras el atentado de este sábado, el rechazo será mayor aún.
Los afganos no logran comprender cómo es posible que el grupo campe ahora a sus anchas cruzando la Línea Durand entre Afganistán y Pakistán y controle áreas que se extienden hasta Badakhshan, junto a la frontera con China, cuando el Gobierno asegura asestar duros golpes a la organización y después de que ésta quedara casi borrada del mapa gracias a los esfuerzos del “levantamiento popular” de Qadir.
¿QUIÉN ESTÁ AL MANDO?
A las pocas semanas de que Qadir anunciara su “levantamiento”, miles de hombres se habían unido a su causa, Estado Islámico huía y el Gobierno central se moría de vergüenza debido su falta de iniciativa. Dicha vergüenza tenía dos dimensiones: por un lado, nadie se había molestado en abordar con seriedad el surgimiento del fantasma del EI en Afganistán; por otro, la pérdida del monopolio de la “violencia legítima” del que el Ejército Nacional Afgano y los militares estadounidenses disfrutaban.
Llegado el invierno de 2015/16, Qadir y los suyos habían propinado importantes derrotas a las operaciones de Estado Islámico y sus fuentes de suministros. “Los teníamos rodeados y sus líneas de suministros estaban cortadas; un mes más y los habríamos barrido”, dice Qadir.
El Gobierno de unidad nacional dirigido por Ashraf Ghani, sin embargo, se mostraba crítico con la causa de Qadir y aseguraba que su verdadero propósito era usurpar poder y autoridad en la provincia de Nangrahar al crear una “milicia”.
Las acusaciones contra Qadir continuaron durante semanas mientras el Ejecutivo trazaba un plan para tomar el control de la ofensiva contra el EI y dejar atrás el bochorno de permanecer pasivo ante la amenaza.
La creciente presión contra la Administración central y la presión de ésta contra Qadir desembocaron en un acuerdo: el “levantamiento popular” pasaría a la dirección del Gobierno.
A partir de ahí, la situación se sumió en una espiral descendente. Al mes de que el Gobierno tomase las riendas de la lucha contra Estado Islámico, la red de terror había logrado extenderse no sólo en Nangrahar -donde apenas meses antes había rozado la extinción- sino a provincias vecinas como Kunar.
Nadie ha ido tan lejos como estos de 'Daesh'… que dicen ser musulmanes
El impulso que obtuvo la organización después de que el Gobierno central pasara a dirigir la campaña antiterrorista ha llevado a muchos a recordar las acusaciones del exgobernador de Paktika, Abdul Karim Matin -que después Qadir puso en conocimiento de la gente- que el asesor de Seguridad Nacional del presidente de Afganistán había estado apoyando a Estado Islámico en secreto.
Fuentes de la Administración de Ghani concuerdan en que recursos del Gobierno de unidad nacional fueron a parar a las manos de Estado Islámico por error. La explicación del Ejecutivo es que, con el propósito de fomentar los enfrentamientos entre talibanes, se diseñó un plan secreto para financiar a combatientes talibanes descontentos para que abandonaran el grupo y comenzaran a luchar contra él. La Administración sigue defendiendo esta iniciativa pese a que algunos de los que recibieron financiación ahora forman parte del grupo más violento, temido y odiado en el país.
En abril de este año, la cabecera estadounidense Military Times informó de que EEUU había rebajado el nivel de amenaza de Estado Islámico en Afganistán: “Cargos del Ejército han estimado las dimensiones de las fuerzas de Estado Islámico en Afganistán entre 1.000 y 2.000 efectivos. Cleveland apuntó el jueves que el número actual 'está problamente' por la parte baja de ese tramo”.
Otros aseveran que el número es mucho más alto. El senador de Kunar Tayyib Ata calcula que unos 3.000 terroristas operan dentro de las fronteras de esa provincia. “Estas fuerzas, en su mayoría hombres jóvenes, están reclutando ahora a otros hombres jóvenes de Kunar”, afirma Ata. Según Qadir, sólo en la provincia de Nangrahar hay más de 6.000.
La creencia generalizada en Afganistán es que la rama local de Estado Islámico tiene pocas conexiones -si no ninguna- con la red internacional de terror y sus líderes en Siria e Irak. Sin embargo, el líder en Afganistán, Hariz Said, juró lealtad a Estado Islámico y su autoproclamado 'califa', Abu Bakr al Baghdadi. Esto fue después de que Said abandonara el TTP (los talibanes de Pakistán) a consecuencia de las disputas internas provocadas por la muerte de su dirigente, Hakimullah Mahsud.
Aunque hay discusión entre los ciudadanos y entre los políticos sobre los orígenes del grupo, en lo que los afganos coinciden es en que es preciso detener a Estado Islámico. “Aquí tuvimos a los rusos, los británicos y ahora los estadounidenses”, afirma el desplazado Gul Rahman mientras sujeta con firmeza a su retoño. “Todos cometieron atrocidades. Mataron a nuestras mujeres y niños. Todos ellos lo hicieron, sin excepción. Pero nadie ha ido tan lejos como estos de 'Daesh'… que dicen ser musulmanes”.