“Cuando estalló la violencia, mi esposo fue capturado por el Ejército de Myanmar. Ahora no sé si está vivo o muerto. Nos sacaron de nuestras casas, las incendiaron y nos golpearon. Escapé de allí con mi hijo y no pude llevarme nada más”. La huida de Humaira, 25 años, es la historia de los casi 700.000 refugiados rohinyás que han llegado a Bangladesh desde el pasado 25 de agosto. Seis meses de persecución y miseria en los que esta minoría musulmana perseguida en la budista Myanmar ha emprendido un éxodo escapando de lo que la ONU ha calificado como una “limpieza étnica”.
Por el camino han tenido que sobrevivir a todo tipo de adversidades. “Caminamos varios días por el bosque, nos moríamos de hambre y sólo comíamos hojas de los árboles”, recuerda Humaira en un campamento de refugiados de Médicos Sin Fronteras (MSF), una de las ONG más activas en la atención a los refugiados rohinyás. Humaira se puso de parto mientras cruzaba el río Naf -la frontera natural entre Bangladesh y Myanmar- a bordo de un bote atestado de gente. “El parto duró tres horas y los barqueros y otra mujer del bote me ayudaron. Sólo pensaba en dar a luz a mi hija Ruzina y alejarla de la violencia. Sólo tenía fe en Alá”, relata al equipo de MSF.
La esperanza de empezar de nuevo lejos del horror se ha topado con la cruda realidad. Los miles de rohinyás exiliados malviven en varios campos de refugiados de Bangladesh cerca de la frontera con Myanmar. Hacinados en improvisadas cabañas, con escasos recursos y con difícil acceso a la ayuda humanitaria que llega a duras penas a la zona.
Además, están expuestos a desastres naturales de todo tipo como inundaciones, ciclones y huracanes, que son frecuentes en el cinturón costero de Cox Bazar, donde se ubican estos superpoblados campos de refugiados. La inminente temporada de monzones y lluvias intensas eleva el riesgo de deslizamientos de tierra e inundaciones.
Kate Nolan, coordinadora de emergencias de MSF en Bangladesh, advierte que estos campos de refugiados reúnen todos los factores para desatar una “tormenta perfecta de salud pública”. “El tamaño de la población, la alta densidad de los campos, el mal estado de las cabañas y el débil estado de salud de los rohinyás generan una situación muy frágil. Tratamos a centenares de personas con sarampión y difteria”.
Desde que el pasado 25 de agosto la crisis se agravara, Médicos Sin Fronteras ha ampliado enormemente sus operaciones en la zona para hacer frente a esta crisis humanitaria. En la actualidad, la organización gestiona 15 puestos de salud, tres centros de atención primaria y cinco instalaciones que cuentan con servicios hospitalarios.
Entre finales de agosto de 2017 y finales de enero de 2018, cerca de 300.000 pacientes han sido tratados por los equipos de MSF y unos 7.000 han sido hospitalizados en instalaciones sanitarias de la organización.
El acoso a esta minoría perseguida también salpica a las organizaciones humanitarias que tratan de mitigar esta crisis y evitar que caiga en el olvido. Tal y como ha denunciado esta semana Amnistía Internacional en su informe anual sobre derechos humanos, el Gobierno de Aung San Suu Kyi ha dado la espalda a las rohinyás. No ha intervenido ante la brutal violencia ejercida por el Ejército birmano. Tampoco ha alzado la voz para denunciar la situación. Al contrario.
El Gobierno de esta Nobel de la Paz se ha dedicado a desacreditar al personal humanitaria, al que ha llegado a acusar incluso de “colaborar con terroristas”. Las autoridades de Myanmar también se han ocupado y preocupado de dificultar la tarea de los equipos de investigación de la ONU que acuden a acreditar esta catástrofe humanitaria.