Hace más de tres años que no se ejecuta una sentencia de muerte en la India. El último condenado fue ahorcado en julio de 2015 y estaba acusado de un crimen de terrorismo que tuvo lugar en 1993. Esto da una idea del retraso con que se llevan a cabo las ejecuciones en ese país, donde, a pesar que hay casi 400 presos en el “corredor de la muerte”, se han consumado cuatro ejecuciones en los últimos 14 años.
El reciente cambio legislativo que castiga con la pena capital la violación de menores ha hecho crecer el número de condenados que esperan la horca. En solo siete meses se ha condenado a morir a 12 “diablos”, como el jefe de un gobierno regional llamó a los pederastas.
Pero la sentencia de muerte es solo el principio de un largo proceso que incluye la confirmación de la sentencia por un Tribunal Superior, la Corte Suprema y las peticiones de misericordia al gobernador del estado donde se apeló la sentencia y una nueva petición de clemencia al Presidente de la nación. Teniendo en cuenta que la burocracia india es de una lentitud legendaria, no es de extrañar que los presos cuyas peticiones han sido denegadas pasen un promedio de 16 años y 9 meses en la cárcel, 10 y medio de ellos en el “corredor de la muerte”.
El problema es que desde hace años no hay verdugos para ejecutar estas sentencias.
Salarios de verdugo
La cárcel de Tihar, en las afueras de Nueva Delhi, es el centro penitenciario donde hay más internos esperando que llegue la fatídica orden. Diecinueve presos, cuatro de ellos culpables de la misma violación en grupo, reparten allí las interminables horas de espera entre el confinamiento solitario y la incertidumbre de si será hoy cuando sean llevados al patíbulo que se levanta en el patio de algunas prisiones indias. En Tihar hay también una pequeña oficina asignada al verdugo de la prisión, pero nadie la ha ocupado en muchos años. La última ejecución tuvo lugar en 2013 y nunca se aclaró si el verdugo fue un funcionario de la prisión o alguien contratado para el “trabajo”. Ni siquiera hay constancia documental del pago -unos tres euros- asignado para cada actuación del ejecutor.
Desde que el “mítico” Nata Mullick se retiró hace 14 años con 24 ejecuciones a sus espaldas (nada comparado con las más de 500 que llevó a cabo su padre), nadie ha sido contratado oficialmente para ejercer esta profesión que comporta el pago de hasta 150 euros por “trabajo”. A pesar de que algunos voluntarios han escrito cartas al presidente para hacerlo incluso gratis, los casi 400 presos que esperan su turno para subir al cadalso saben que pasarán años antes de que sepan si serán ahorcados o se les conmutará la pena de muerte por cadena perpetua, una prerrogativa que solo el presidente puede ejercer y que no se ha aplicado en los últimos cinco años.
“El Estado proporciona la soga"
“Será un varón de al menos 1,6 metros de estatura que será debidamente instruido para ejercer su trabajo y obtendrá alojamiento y comida gratuitos en la prisión durante la semana previa a la ejecución”. Así es como se describe al puesto de verdugo, para el que “el Estado proporciona la soga, que permanecerá guardada bajo llave hasta la víspera de la ejecución y cuya resistencia será probada con un saco lleno de arena que pese una vez y media lo que el reo”.
El veterano Mullick, de más 90 años, recordaba en el documental dirigido por Joshy Joseph “Un día en la vida de un verdugo” cómo las jugosas “recompensas” por parte de los familiares de las víctimas le hacían más llevadero el trance de ahorcar a un hombre. Tras su última actuación en 2004, sufrió un colapso que le hizo tomar la decisión de jubilarse y dejar el puesto a su hijo, que hasta la fecha no se ha decidido a ocupar ese puesto. Mullick llegó a convertirse en una especie de macabra celebridad, recibiendo a periodistas de todo el mundo y cobrando mil rupias (unos 13 euros) o una botella de licor por cada minuto de entrevista.
El estigma social y la fascinación morbosa por su historia le arrastraron a una depresión de la que emergía solamente para atender la curiosidad de la prensa, apariciones que solían culminar con una sesión de fotos en la que Mullick posaba con un nudo corredizo. Pocos años después de su retiro, su nuera se suicidó con el mismo sistema con que Mullick había ejecutado a más de 20 personas.
En teoría, cualquier ciudadano indio puede presentarse en una prisión estatal como ejecutor voluntario, ya sea para un caso concreto o para cualquiera de los pendientes. Basta con afirmar que se desea hacerlo voluntariamente y que no se titubeará a la hora de la verdad. Cada vez que se produce un crimen especialmente atroz o con víctimas infantiles, no tardan en llegar peticiones a la oficina presidencial para convertirse en verdugo por un día, pero lo cierto es que ninguna de estas candidaturas ha sido aceptada.
En la cultura india, el “karma”, la energía que acompaña a las personas, puede ensuciarse con las malas acciones, y algunos piensan que por tocar la soga destinada a un ahorcado pueden contraer la lepra o el sida. El ciclo de reencarnaciones que según el hinduismo debe conducir a la limpieza espiritual puede también hacer que alguien que ha matado por dinero se reencarne en un animal “maldito” o que vuelva a nacer en un cuerpo deforme.
Al contrario que Nata Mullick, quien afirmaba orgulloso que inventaba un nudo diferente para cada ocasión, y que frotaba las sogas con piel de banana para “hacerla más suave”, otros verdugos abandonaron el trabajo después de su primera vez. Es el caso de Kallu y Fakira, dos verdugos que ejecutaron en 1989 a los acusados de asesinar a Indira Gandhi. Tras las ejecuciones, nunca más se supo de ellos y las habladurías sobre su destino mezclan historias de fantasmas, venganzas de amigos de los ahorcados e incluso suicidios por remordimientos.
He ahorcado a personas con cara de inocentes. Y a veces se me aparecen en sueños
El mismo Mullick, que dedicó una temporada a recorrer los pueblos de su Bengala natal escenificando ahorcamientos a muñecos y vendiendo trozos de soga, aseguró en una ocasión: “He ahorcado a personas con cara de inocentes. Y a veces se me aparecen en sueños”.
La Comisión de Derecho india publicó un informe en el que desaconsejaba la pena capital por no estar probado su carácter disuasorio. Aún así, Nueva Delhi decidió unirse a los otros 13 países que condenan con la muerte los delitos sexuales contra menores, una medida que algunos han tachado de populista e inefectiva. Según Amnistía Internacional, el año pasado se llevaron a cabo cerca de 1.000 ejecuciones en todo el mundo, aunque se sabe que China, que oculta este tipo de información, sentencia a muerte a más de 1.000 personas cada año.
En el argot indio, se llama “babu jallad” (funcionario asesino) al verdugo. En toda la India, hay un puñado de hombres contratados como verdugos que, al igual que el “Plácido” de la famosa película de Berlanga, esperan una llamada de teléfono para justificar el sueldo mensual de 40 euros que perciben, a pesar de que nunca se les ha asignado un “trabajo”. Uno de ellos se quejaba en una entrevista de que su hijo no pensaba continuar con la “tradición familiar” y que estaba estudiando para trabajar en un banco.
Ante la pregunta de si consideraba desagradable ahorcar son sus propias manos a otro ser humano, respondía “lo que es desagradable es que individuos como los que son condenados a muerte no estén muertos ya”. El Código Penal indio reserva la pena capital para crímenes “raros entre los raros”, delitos de una crueldad o magnitud tal que no quepa pensar en la reinserción o el arrepentimiento. Se trata de terroristas, como Ajmal Kasab, que asesinó a decenas de personas en los atentados de Bombay en 2018; o de Surinder Koli, que en 2005 fue acusado de matar, violar y devorar en parte a al menos cinco víctimas cuyos restos enterró en el jardín de la casa donde trabajaba como criado. Historias terroríficas cuyo final, igualmente siniestro, llegará cuando se encuentre al verdugo apropiado.