Aquí, en Estados Unidos, mi nuevo libro y mi película se han titulado The Will to See (La voluntad de ver). Me gusta ese tono nietzscheano, o foucaultiano, que desprende en un país que se empecina en transformar a Michel Foucault —aquel opositor del pensamiento identitario— en el padre fundador del pensamiento woke.
Sin embargo, no es de eso de lo que he venido a hablar esta mañana, por invitación del Instituto de Estados Unidos por la Paz, el grupo de reflexión que aúna a los dos partidos del Congreso y que preside Lise Grande, con 25 años de experiencia a sus espaldas en Naciones Unidas.
Hoy hablo de mi última visita a Afganistán y de cómo los veinte años de presencia militar en el país no fueron un fracaso, sino un éxito. Las mujeres se pudieron quitar el velo, nació una prensa libre, empezó a florecer la sociedad civil con paso lento, pero firme: eso es lo que Joe Biden y su antecesor Donald Trump se han cargado al regalarles el poder a los talibanes. El Múnich americano.
Me invitan al Congreso, concretamente, a la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara. Esta vez he venido a hablar de Nigeria y del nuevo campo de batalla en el que se está convirtiendo el país para el islamismo radical, con Boko Haram y las milicias fulani.
Tres ideas concretas que lanzo para los amigos de Icon, la ONG cristiana que me ha abierto las puertas del Capitolio: empezad un libro blanco de cristianos masacrados. Contratad a un equipo de juristas para iniciar el proceso de una posible acusación, ante la Corte Penal Internacional de la Haya, de quienes, como Al Bashir en Darfur, han ordenado o tolerado esos crímenes contra la humanidad.
Y, ya que estamos en el país de las megaiglesias, esas gigantescas iglesias neocristianas que congregan, cada domingo, a decenas de miles de fieles en un ambiente de reunión festiva, concierto o encuentro, ¿por qué no movilizarlos para apoyar a sus hermanos masacrados? Rebuild the churches; reconstruyamos las iglesias, propongo... Enviad equipos de voluntarios para reconstruir, con los ingentes medios de los que disponéis, las humildes iglesias de los pueblos en ruinas... Y que esta cadena fraternal sea el orgullo de vuestras parroquias... Los representantes de las congregaciones, que estaban allí en persona o seguían la sesión por videoconferencia, asintieron con la cabeza.
Me había despedido de Philippe Étienne, en París, el arquitecto elíseo de la política internacional de Francia. Lo encuentro de embajador en Washington, siguiendo los pasos de Paul Claudel, Henri Hoppenot o Hervé Alphand y apadrinando, junto con la revista The Atlantic y su director, Jeffrey Goldberg, el lanzamiento de mi Will to See.
Todo Washington está presente: el congresista Michael Waltz, el abogado y activista David Tafuri o el escritor Leon Wieseltier. Varios amigos muy queridos —como el legendario productor Richard Plepler o mi socio Thomas Kaplan, presidente de Justice for Kurds— han venido expresamente desde Nueva York.
Pero lo que más me emocionó fue la luminosa presencia, en primera fila de la sala de proyecciones, del representante especial de Ahmad Masud, Ali Nazary; de los embajadores de los dos Kurdistanes, Bayan Sami Abdul Rahman y Sinam Mohamad; de una compañera de Bangladés; de una de Ucrania; y de un grupo de jóvenes uigures refugiadas en Estados Unidos.
Lo que pretenden mi libro y mi película… ¿acaso no es justo eso, esa cadena de humanidad y solidaridad entre los que han sufrido?
El embajador de Bangladés eligió el 26 de octubre —el día exacto del quincuagésimo aniversario del momento en que crucé la frontera con la India en 1971 y puse los pies en Bangladés— para organizar la proyección.
Evocamos a André Malraux pidiendo la creación de una brigada internacional para la mártir Bengala. Un joven estudiante de la Escuela Normal Superior se quedó petrificado cuando el autor de La condición humana le recibió en Verrières-le-Buisson, con el rostro atenazado por los tics, la voz ahogada por el whisky, pero con una juventud de aspecto indomable.
Y después aquel "telegrama de sangre", según lo llamó Archer Blood, el valiente cónsul general en Daca que, ya en abril de 1971, advirtió de la inminencia del genocidio.
Sin embargo, el tándem Kissinger-Nixon, mientras preparaban su acercamiento a China y Pakistán, se burlaron miserablemente de aquel aviso. De Armenia a Ruanda, pasando por Darfur, Camboya y, por supuesto, la Shoah, ¿acaso es una constante en Occidente la de no creer ni prestar atención cuando un Archer Blood o un Jan Karski dan la voz de alarma? ¿Sucederá lo mismo ahora con la comunidad cristiana de Nigeria? ¿O se dignará el búho de Minerva, por una vez, a alzar el vuelo antes de que caiga la noche y se consume el desastre?
Estoy en California, a mitad de la gira estadounidense. El Festival de Cine Judío de Los Ángeles estrenará mi película en la prestigiosa Filmoteca Americana. Fantasmas de Spielberg y Scorsese, que recibieron allí uno de los premios más prestigiosos de Hollywood. Sombras de los Globos de Oro; es aquí donde, cada año, se desvela la lista de nominados.
Y luego, unas horas antes, en el templo de Wilshire Boulevard, la gran sinagoga de la ciudad, la que idearon los magnates de Hollywood de los años treinta, construida y decorada a su imagen, la única sinagoga del mundo, creo, cuyas paredes están cubiertas de frescos que recrean las grandes escenas de la historia judía. En este lugar tan especial tanto del cine, la piedad como la audacia teológica, me encuentro una sorpresa: a Judea Pearl, el padre de Daniel Pearl. Nos conocimos hace diecisiete años en su casa de Encino y hoy le han pedido que me presente.
Una amalgama de recuerdos. Un desfile de emociones. La habitación de la infancia de Danny. Ruth, su madre, que pensé que se parecía a la mía. Y luego, hoy, estas generosas palabras que no estoy seguro de merecer, que me emocionan más allá de lo imaginable y cierran un círculo de esta vida.
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