La crisis electoral de la socialdemocracia no viene de tan lejos: hace apenas once años, en 2011, Barack Obama presidía Estados Unidos, el Partido Laborista aún gobernaba en Reino Unido, Rodríguez Zapatero lo hacía en España y, solo un año después, François Hollande ganaría las elecciones presidenciales en Francia mientras Mario Monti, un independiente con lazos en el pasado con los gobiernos de Massimo D'Alema y Romano Prodi, intentaba salvar a Italia de la bancarrota.
La solidez del bipartidismo en prácticamente todos los países mencionados aseguraba momentos de esplendor como el citado, aunque también aseguraba los contrarios: en 2017, tan solo seis años después, Estados Unidos estaba en manos de los republicanos, Reino Unido de los conservadores, Angela Merkel seguía presidiendo Alemania… y Mariano Rajoy y Emmanuel Macron lo hacían en España y Francia. En cuanto a Italia, el Partido Democrático se veía acosado por la explosión del Movimiento Cinco Estrellas, ganador de las siguientes elecciones con la Liga Norte de Matteo Salvini como socio de gobierno.
Da la sensación de que todo esto ha cambiado y no sabemos hasta cuándo. La socialdemocracia -como su equivalente de derechas: la conservadora democracia cristiana- está en crisis ante los populismos. Aunque, en un principio, esos populismos vinieron en Europa del sur y fueron principalmente de izquierdas -Syriza en Grecia, el propio M5S en Italia, y, por supuesto, Podemos en España-, lo cierto es que una vez abierta la puerta, por ahí se ha ido colando todo el mundo… o, en muchas ocasiones, lo que se ha hecho es reforzar partidos ya existentes que ahora se convierten en piezas clave.
Se podría decir que en el inicio de todo esto está la crisis de 2008 y sus consecuencias en el trienio posterior hasta explotar en 2011 con las distintas intervenciones de la Unión Europea, el FMI y el Banco Mundial y las reacciones “populares” en las calles de los países afectados. En España, por ejemplo, vivimos el llamado 15-M, un movimiento confuso pero que ya resumía algunas tendencias que se han venido confirmando posteriormente: desconfianza en la democracia liberal, reivindicación de algo muy parecido a la acción directa y cuestionamiento de poderes e instituciones heredados de otras generaciones.
La extrema derecha
No es casualidad que, entre los muchos mensajes reivindicativos, principalmente los anti-europeístas (nada representa lo mejor y lo peor de la democracia liberal como su garante sobre el papel, la Unión Europea), en foros de izquierda se colaran imágenes y discursos de Nigel Farage, un desconocido en nuestro país y poco más que un agitador por entonces en Reino Unido. Farage, líder del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP, en sus siglas en inglés), era ya por entonces un ultranacionalista xenófobo aún más a la derecha que el Partido Conservador. En España era vitoreado por fuerzas a la izquierda del propio Partido Comunista.
De hecho, las bravuconadas de Farage, junto a su insospechado éxito en las elecciones europeas de 2014, fueron la base que llevó a la convocatoria del referéndum del Brexit y el triunfo del “Leave” en las urnas. Aunque después haya vuelto a caer en desgracia, es interesante ver cómo su puesto lo ha ocupado un populista conservador (Boris Johnson) sin que la socialdemocracia laborista haya podido ni siquiera acercarse en las distintas elecciones. Es una tendencia que se repite en buena parte de Europa.
Si vamos país por país, el escenario es similar. Empecemos por el caso más claro: Francia. La socialdemocracia tradicional, encabezada por el Partido Socialista, apenas tiene una proyección de voto del 5%. Por delante, no solo tiene al centrista Macron, sino al candidato gaullista -aún por elegir- y hasta dos populistas de extrema derecha, Eric Zemmour y Marine Le Pen. Fue en Francia donde la tendencia de la socialdemocracia a perder votos ante movimientos xenófobos y nacionalistas se vio primero, con la irrupción del Frente Nacional en barrios obreros de las grandes ciudades y los excelentes resultados en Marsella de Jean-Marie Le Pen, ciudad inmigrante por excelencia.
En Italia, donde el PD al menos no ha caído en la intrascendencia, sí se ha visto cómo al populismo de izquierdas (o lo que sean Pepe Grillo y sus compañeros) se le ha unido la competencia de otras dos fuerzas de extrema derecha: Fratelli d´Italia y la Liga Norte. En España, el fenómeno de Vox no se ha cimentado en los barrios ricos de las grandes ciudades, donde el Partido Popular sigue teniendo excelentes resultados, sino en la tradicionalmente socialista Andalucía, en zonas como El Ejido, determinados barrios de Murcia y, en la Comunidad de Madrid, en los cinturones rojos del sur y del llamado “corredor del Henares”. En la muy obrera Fuenlabrada y en el muy obrero San Fernando de Henares, Vox fue la segunda fuerza más votada en las pasadas elecciones generales de noviembre de 2019.
Asimismo, el también llamado “cinturón rojo” de Barcelona pasó de la hegemonía total del PSC a teñirse de naranja Ciudadanos en 2019 a representar para muchos la llamada Tabarnia, defendida a su vez por muchos simpatizantes de Vox, al entender que defienden mejor el nacionalismo español que los candidatos de los partidos antes mencionados. De hecho, Ciudadanos sería un perfecto ejemplo de cómo un partido que se presenta en sociedad como socialdemócrata acaba cayendo en posiciones liberales y posteriormente en el populismo más barato de bandera, himno y exabrupto.
El contexto
Por supuesto, los partidos liberales también pierden votos: parece casi imposible que Los Republicanos pasen a la segunda vuelta de las presidenciales francesas y ya ni sabemos quiénes son los herederos de la mítica DC en Italia. Ahora bien, eso no sorprende tanto porque se supone que forma parte de la reestructuración del voto de derechas. ¿Por qué afecta también al de izquierdas? ¿Por qué los socialistas han desaparecido de Francia, los laboristas siguen vagando por Reino Unido y las perspectivas del gobierno Sánchez dependen exclusivamente de sus aliados nacional-independentistas? ¿Qué tiene que hacer la socialdemocracia para evitar esta sangría?
En este contexto es en el que aparece el nuevo canciller Olaf Scholz. Y no aparece de cualquier manera, sino apoyado por ecologistas… y liberales. Scholz no es un hombre de extremos ni de grandes revoluciones. Al fin y al cabo, hablamos del vicecanciller de Angela Merkel en la “gran coalición” con la CDU de los últimos dieciséis años. Frente a la tentación de los extremos -Die Linke por un lado, la AfD por el otro-, los alemanes han preferido centrarse en la seguridad de lo conocido: socialistas, liberales, ecologistas y conservadores. Las mismas fuerzas que llevan dominando el país desde los años setenta.
Scholz no ha llegado al gobierno anunciando cataclismos sino aplaudiendo a su predecesora y prometiendo algo parecido a la continuidad, con los matices propios de una ideología distinta. Lo que siempre ha sido el “turnismo”, vaya. Es, tal vez, la única alternativa frente a los populismos. Si los demás partidos socialdemócratas quieren reforzar posiciones, quizá deban hacerlo en defensa de lo común y no de lo excéntrico. No parece casualidad que el único país en el que la socialdemocracia ha conseguido dar la vuelta a los sondeos y recuperar el poder sin alianzas populistas sea precisamente el que vio cómo conservadores y progresistas se unían en vez de enfrentarse.
Si la tendencia en los demás países va a ser la confrontación y el odio, sabemos quién se va a beneficiar por los dos lados. Habrá más Marsellas y más Ejidos. Si el discurso antiliberal se utiliza como arma arrojadiza en vez de buscar su refutación desde el propio consenso democrático, lo normal es que la duda se siga expandiendo entre el electorado y las posiciones más inverosímiles acaben teniéndose como normales. No hace ni una semana que Santiago Abascal calificaba el Día de la Constitución como la “celebración del consenso progre”, haciendo suyo, pero cambiando de adjetivo, el discurso de Podemos durante años y años.
Si a ese consenso, lo llamamos progre o lo llamamos Cultura de la Transición, a buena parte del país le es indiferente. No deja de ser un consenso mayoritario que hay que defender. Si la socialdemocracia, aquí y donde sea, se aleja de ese consenso, abre un camino peligroso que no se sabe a dónde llega. O tal vez sí se sabe, pero no se quiere reconocer. El totalitarismo se ha instalado o está a un paso de instalarse a las puertas de Europa Occidental. Una zancada más y se nos mete en casa.