El 12 de noviembre de 2011, Giorgio Napolitano, presidente de la República de Italia, conseguía, por fin, tras una semana de presiones y arrepentimientos, la dimisión de Silvio Berlusconi como primer ministro del gobierno. A sus 75 años, Berlusconi, en el poder durante casi una década salvo por los dos años del frágil gobierno de Romano Prodi (2006-2008), se había convertido en una figura insostenible dentro de un país que se iba a la ruina.
“El gran gestor”, el hombre empeñado en dirigir el país como quien dirige una de sus tantas empresas de entretenimiento, había fracasado en su intento de sacar a Italia de su mayor crisis en décadas.
Aprobadas, contra su voluntad, las reformas exigidas por la troika para ayudar al país a poder ir pagando sus numerosos préstamos, Berlusconi no tenía la confianza de la Unión Europea ni del Quirinale ni de su propio partido. La caída a los infiernos había empezado diez meses antes, cuando la judicatura de Milán decidió abrir una investigación sobre su relación con Karima El Mahroug, alias Ruby Ruobacuori (“Rompecorazones”). El Mahroug, por entonces de diecisiete años, decía ser una de las habituales de las “fiestas del Bunga Bunga” que Berlusconi organizaba en su mansión a las afueras de Milán.
Tanto ella como otras menores aseguraban haberse acostado por dinero con el primer ministro cuando aún no habían cumplido los dieciocho, a lo que siguió la habitual oleada de desmentidos que no acabaron de convencer a la policía ni mucho menos a los jueces. Demasiados testigos, demasiadas piezas que encajaban. La fascinación de Berlusconi por la belleza, y más aún por la belleza adolescente, era de todos conocida, pero la fascinación, en sí, no es delito.
Delito es, por ejemplo, que a El Mahroug la detengan por robo en una tienda, la lleven al calabozo y que el propio Berlusconi llame desde París, se invente que es la sobrina del aún presidente egipcio Hosni Mubarak, y ordene su liberación inmediata para evitar un incidente diplomático.
Con todo, no fue Ruby ni fue el Bunga Bunga lo que se llevaron por delante a Berlusconi. Eso no ayudó, claro, como no ayudaron los procesos abiertos previamente por corrupción ni las trampas fiscales que se fueron descubriendo por el camino. Eso estaba antes. Estaba en 2011 como estaba en 2001 como estaba en 1993, cuando por fin “Il Cavaliere” decidió meterse en política, tras mucho coquetear con la idea.
La diferencia era la crisis crediticia. El país en quiebra y la necesidad de que la Unión Europea impusiera sus condiciones hasta el extremo: no solo decidir partidas y presupuestos sino incluso colocar al mando al hombre perfecto, el tecnócrata Mario Monti, elegido primer ministro poco después de la dimisión de Berlusconi sin haber recibido ni un solo voto en ninguna elección.
Las idas y venidas de la Justicia
Aquello debía haber sido el final de Berlusconi. Es difícil salir de una múltiple acusación de trata de menores, abuso de poder y fraude fiscal. El juicio más escandaloso, el que involucraba a Ruby y los tratos de favor, se prolongó durante dos años y al final, Berlusconi fue declarado culpable de haber pagado por los servicios sexuales de la egipcia y de haberse extralimitado en sus funciones para ayudarla cuando se metió en líos. Siete años de prisión y prohibición de ocupar ninguna clase de cargo público durante cinco años. Una sentencia ejemplarizante… que llegaba justo después de las elecciones de febrero de 2013, en las que, pese a todo, Berlusconi se había quedado a apenas un millón de votos de la victoria, casi triplicando los resultados de su odiado Mario Monti.
El triunfo del PD de Bersani, unido a la expulsión de Berlusconi de las Cortes -a la condena por el “caso Ruby” se unió otra por cuatro años por fraude fiscal- parecían el último clavo sobre el ataúd político del empresario. ¿Cómo reinventarse a los 77 años, pendiente de una inminente entrada en la cárcel? Silvio se refugió en el campo, se alejó del ruido y dejó las cosas en manos de sus abogados. ¿Y qué consiguieron sus abogados? Una apelación y dos absoluciones. Por arte de magia, en 2015, Berlusconi ya no tenía que rendir cuenta alguna por el sexo con menores –“eso no es delito”, decía la segunda sentencia- ni por ningún abuso de poder –“jamás existió como tal”- y podía volver tranquilamente a primera fila de la política si así lo deseaba.
Los problemas eran varios: Berlusconi tenía 79 años y empezaban los achaques de salud. Aparte, su lugar en el centro-derecha lo había ocupado Matteo Salvini, el joven y arrogante líder de la Lega Nord, tras haberse quitado a Umberto Bossi de en medio. En 2018, Berlusconi se presentó a las elecciones con su Forza Italia, pero el nacionalismo ya no le iba a servir en un mundo de Salvinis y Melonis. Quedó detrás de la Lega, quedó detrás del PD y quedó detrás del Movimiento Cinque Stelle, ganador de los comicios. Aún podría haber tenido su importancia en un posible pacto de derechas… pero el M5S prefirió aliarse con la Lega y, así, Berlusconi quedó a sus cosas: sonreír a las cámaras y luchar en los juzgados.
Sin embargo, la inmensa torpeza de Salvini y la ruptura de su pacto de gobierno con Di Maio le sirvieron a Forza Italia para entrar a formar parte del gobierno de concentración que ahora mismo dirige el país, con Mario Draghi, el ex presidente del Banco Central Europeo, como cabeza visible. En 2021, los jueces le dieron a Berlusconi dos buenas noticias: en primer lugar, se desestimó la acusación de soborno a varios testigos del “caso Ruby”, parte de los procesos que aún siguen pendientes casi una década después…
En segundo lugar, la propia fiscalía pidió el aplazamiento del resto de sus litigios al considerar que Berlusconi “estaba muy enfermo”, que había informes médicos que hablaban de un estado de salud precario y que eso le impedía defenderse en condiciones.
¿Berlusconi, presidente?
Eso fue en mayo de 2021. Es cierto que Berlusconi ha pasado por problemas coronarios y llegó a ser hospitalizado un par de días al contraer el coronavirus. Hablamos, al fin y al cabo, de un hombre de 85 años. Sin embargo, su salud ha ido mejorando conforme se acercaban las elecciones presidenciales de este mes de enero, cosa de la que nos alegramos enormemente. Pese a las causas judiciales aún pendientes, pese al recuerdo de su escándalo moral y económico, y pese a un papel político más bien secundario, Berlusconi quiere despedirse de la política no como un proscrito sino ni más ni menos que como el Presidente de la República, el cargo más prestigioso del país.
Aunque sus atribuciones prácticas son obviamente menores que las del primer ministro, el Presidente de la República es un personaje que está por encima del bien y del mal. Un hombre -siempre es un hombre- respetable y respetado, normalmente en la recta final de su carrera y de su vida, al que se le agradecen los servicios prestados mediante una elección más o menos consensuada entre los distintos partidos políticos.
Por ese cargo han pasado figuras históricas como Giovanni Leone, Sandro Pertini, Oscar Luigi Scalfaro o el propio Giorgio Napolitano. El todopoderoso Giulio Andreotti se quedó a las puertas varias veces, especialmente en 1992, cuando todo parecía preparado para él, pero sus vínculos con la Mafia le alejaron del puesto justo el año del asesinato del juez Falcone y el fiscal Borsolino.
Desde la distancia, pensar en Silvio Berlusconi en ese puesto señorial, de consenso y prestigio, parece un delirio de grandeza… pero parece que el “farol” va tomando visos de realidad. Las elecciones presidenciales se deciden entre 321 senadores, 650 diputados y 58 representantes regionales con derecho a voto. No hay candidatos como tales, en eso se asemeja al cónclave para elegir nuevo Papa. Se sugieren nombres y se votan.
Normalmente, en cualquier caso, si alguien no está interesado -el actual presidente, Sergio Mattarella, ya ha anunciado su renuncia a la reelección- su presencia se evita. El máximo favorito es el actual primer ministro, Mario Draghi, pero aún no ha querido postularse abiertamente al cargo. Todo el mundo ha hablado por él, pero él, por si acaso, ha preferido callar.
Entre amenazas e intrigas
Tras Draghi, los sondeos de opinión colocan a Berlusconi como segundo en las preferencias de los italianos, pero, insisto, las preferencias de los italianos cuentan poco en una elección puramente política. Aunque Draghi genere más consenso, Berlusconi tiene una importante baza a su favor: el centro derecha está deseando quitárselo de encima… y tiene suficientes apoyos en partidos pequeños, locales, representantes que le deben favores como para soñar con una elección en la cuarta o quinta votación.
Cabría decirse que ni siquiera al M5S -surgido contra Berlusconi- le vendría especialmente mal tener a Silvio lejos de las decisiones del día a día. A Berlusconi no se le tiene respeto en la política italiana, se le tiene auténtico pavor. Darle lo que quiere puede no ser tan mala idea.
Por su parte, Berlusconi no se puede estar quieto, claro. Ya ha amenazado con abandonar la coalición de gobierno si Draghi sale elegido. Hará lo posible por que se celebren elecciones anticipadas, lo cual, en un escenario en el que hay cuatro partidos casi igualados en los sondeos -M5S, Lega, PD y Fratelli-, puede causar una cierta inquietud en cada uno de ellos.
Recientemente, ha recibido el apoyo incluso de Manfred Weber, el presidente del Partido Popular Europeo en el Europarlamento. Todo hace apuntar a una lucha cara a cara con Draghi hasta el último momento… salvo que Draghi se baje de la carrera y eso justifique que el centro derecha busque otro perfil más bajo.
Hasta el 24 de enero seguirán estas intrigas palaciegas… y es muy probable que aún después continúen. No se sabe ni cuántos días ni cuántas votaciones serán necesarias para tener un nuevo presidente de la República. No se sabe siquiera qué candidatos se sumarán en el último momento ni qué candidatos esperarán a una próxima ocasión -hay una cada siete años, salvo fallecimiento del titular-.
Lo que sí sabemos es que Berlusconi ha vuelto para un último e insospechado baile. Y que, buena parte de la clase política italiana, incluso de la ciudadanía, está dispuesta a olvidar todo lo malo de esta última década como si no hubiera ocurrido jamás.