Los muertos se han multiplicado, la calle Teatralna está cortada. El viernes, Lviv (Leópolis) enterró a un soldado fallecido en combate. El lunes fueron dos y, este martes, docenas de personas recibieron a tres féretros con un pasillo de honor y lágrimas a las puertas de la catedral de San Pedro y San Pablo. Llega la primavera y las flores decoran un edificio oscuro en obras que dice adiós a la vida.
Aquí nació el movimiento nacionalista ucraniano, y al país no le extraña que la capital de la retaguardia sea una de las urbes que más militares y voluntarios ha sumado a la defensa de Ucrania desde 2014, pese a estar a más de 1.000 kilómetros del Donbás. Similar distancia a otro punto caliente actual como Jersón.
Las tumbas aumentan y los operarios no dan abasto en el cementerio de Lychakiv. El campo santo busca nuevo espacio para acomodar a los fallecidos de un conflicto que nadie sabe cuándo acabará, mientras comensales hartos de cocinar en hostales baratos rebosan las terrazas iluminadas por el sol. Todo sucede al mismo tiempo: la invasión se alarga y los ucranianos con un mínimo de recursos empiezan a recuperar su ocio.
No importan los mensajes en la prensa ni las mesas de negociación en terceros países cuyas primeras filtraciones indican avances en un posible acuerdo de mínimos sobre la adhesión de Ucrania a la UE, su petición de entrada a la OTAN, el reparto del territorio o la posibilidad de un alto el fuego.
La realidad es que horas antes de la cumbre en Estambul, un misil ruso mató a 12 personas en un ataque dirigido al edificio de la administración de Mykolaiv. Por la noche, el gobernador de Zaporiyia denunciaba la imposibilidad de desplegar el corredor humanitario, y en Kiev el cielo rugía por la artillería de las afueras.
La sucesión de hechos recuerda a lo sucedido este fin de semana con varias explosiones reportadas en Lviv, tan solo un día después de anunciar el subjefe del Estado Mayor ruso que su objetivo era centrarse en las regiones separatistas del este del país. Sin embargo, en la guerra importan los hechos, no las palabras.
Lo saben bien los ucranianos que, en 1990, renunciaron a su masivo armamento nuclear (procedente de su época soviética) a cambio de seguridad y reconocimiento como país independiente. Las intenciones quedaron rubricadas en el Memorándum de Budapest y las rompió el Kremlin con la invasión de Crimea y su posterior apoyo a las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk.
El traje del emperador
“Ya sabemos que Rusia utiliza los medios y engaña al pueblo. Lo veis los europeos”, cuenta Tim, un activista por los derechos de la comunidad LGTBI+ que se refugia en Leópolis para evitar ser destinado con el ejército. “Pero, ¿qué hay de la nuestra? ¿Cuántos han fallecido desde el inicio de la invasión? La televisión no lo está contando”.
La pregunta se murmura en grupos de confianza y recuerda a la moraleja del cuento de Andersen sobre el traje invisible del emperador: todos ven que va sin ropa, pero nadie parece atreverse a mencionarlo. Él lo hace en una terraza del casco histórico de la ciudad, junto al bar Pravda (verdad, en castellano). La misma empresa cervecera que fabricaba en su fábrica cócteles molotov con la imagen de Putin desnudo, en los primeros días del conflicto. Un mes más tarde, se ha convertido en el centro internacional de prensa.
Un refugio para periodistas que reportan la guerra a tal distancia que algunos desplazados internos ya bromean al cruzarse con informadores en los restaurantes. “¿Eres otro más de los que se pone el chaleco al lado del ayuntamiento o vas a ir al este?”, provoca con sorna Marina, refugiada de Járkov, a un corresponsal extranjero que acaba de sentarse en la mesa de un fish and chips.
Si hace dos décadas, la guerra se mal cubría desde la tranquilidad de un hotel, ahora se cuenta desde la comodidad y tutela que proporcionan lugares como el Pravda. Un establecimiento que no solo comparte el nombre con el órgano de propaganda soviético creado por Trotski, y relanzado por Lenin en la segunda década del siglo XX, sino que también actúa como altavoz del relato que con gran acierto ha desplegado el Ejecutivo de Zelenski en los medios occidentales.
En el local de cuatro plantas, las paredes están decoradas con el logo de la cerveza más vendida y su característico lema: “Putin gilipollas”. También hay mensajes dirigidos a la OTAN pidiendo mayor intervención y voluntarios que nutren grupos de Telegram para servir información mascada y dirigida a periodistas que necesitan información diaria.
Estos canales sirven, igualmente, para perseguir el uso de términos como “conflicto” o la grafía de ciudades como Kiev, Járkov o Leópolis, aunque no cuestionen las cifras de soldados rusos muertos o informen de los caídos por la patria en ciudades donde, ya se sabe, las morgues están llenas.
Tiempos extraños en una guerra convencionalmente identitaria.