A finales del siglo XVIII y principios del XIX, Kaliningrado se llamaba Königsberg y era uno de los centros culturales de Prusia Oriental, precisamente por su privilegiada situación geográfica: a un paso de Rusia, a un paso de Polonia, a un paso de Berlín... y con un puerto comercial que permitía la entrada a la ciudad de todo tipo de libros e ideas revolucionarias, propias de una Ilustración que tuvo al lugareño Immanuel Kant como su principal figura en Europa Central.
Königsberg era un lugar para todos, una especie de territorio común junto al mar, hasta que los territorios comunes empezaron a perder su atractivo. En 1871, Prusia pasó a llamarse Alemania y en 1919 el tratado de París que ponía fin a la I Guerra Mundial establecía unas fronteras para Polonia que, en la práctica, aislaban por completo a Königsberg. Tanto que, para recuperar esa unión de siglos, Alemania y Polonia negociaron un corredor, a través de Danzig, para evitar el aislamiento de la ciudad portuaria.
Fue precisamente la ocupación de ese corredor por parte del ejército nazi la que provocó la declaración inicial de guerra contra Alemania por parte de Francia e Inglaterra, comenzando así la II Guerra Mundial. No hablamos, pues, de una zona cualquiera en la historia de nuestro continente. La derrota nazi provocó que Rusia se anexionara ese territorio como lugar de recreo -un puerto al oeste, alejado del terrible frío de San Petersburgo, por ejemplo-, sin pensar que la desaparición de la Unión Soviética medio siglo después volvería a cambiar el entorno y el contexto... y dejaría a Königsberg, ahora ya bajo el nombre de Kaliningrado, aislada de nuevo del país al que pertenecía.
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En este caso, la clave no estaba en el oeste ni en Danzig, sino en el este. Kaliningrado hace frontera con Polonia y Lituania y está unida a Bielorrusia por el llamado "corredor Suwalki", que atraviesa territorios de estos dos países. La única manera de enviar directamente suministros a la ciudad es precisamente por mar. El comercio San Petersburgo-Kaliningrado siempre ha sido fructífero y lo sigue siendo. Ahora bien, la decisión de Lituania de impedir el paso por su territorio de productos rusos sujetos a las sanciones de la Unión Europea implantadas el pasado 17 de junio ha sido recibida en Moscú con la habitual exageración y una ristra de amenazas que ya no sorprenden a nadie.
La matraca con la OTAN
En rigor, Lituania no hace sino cumplir con las normativas de la Unión Europea. No se va a exponer a cortar el comercio marítimo de estos bienes, pero tampoco va a permitir el ferroviario por su propio país. En el plano teórico, no hay nada que reprocharles ni nada que Rusia no debiera haber previsto en algún momento de estos cuatro meses. Otra cosa es la práctica. En la práctica, como se acaba de ver con la propia guerra de Ucrania, está todo demasiado reciente y las fronteras siguen siendo materia constante de agravio.
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Rusia toleró en su momento (1990) la independencia de las tres repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) porque no podía hacer nada para evitarlo. Es cierto que hablamos de territorios que siempre han estado más vinculados a Suecia o a Polonia que a la propia Rusia y por lo tanto no hay especiales aspiraciones imperialistas sobre los mismos. Ahora bien, el problema para Putin y los nacionalistas rusos es que estas repúblicas son hostiles a Rusia, siempre se han manifestado así, y geográficamente "estorban". Si Stalin se las anexionó en la II Guerra Mundial fue por algo.
La propia existencia independiente de estos tres Estados ya provoca un cierto recelo entre los rusos más exaltados, los que abogan por un "espacio vital" que permita a la Madre Patria respirar hacia el oeste. Su vinculación a la OTAN y a la Unión Europea resulta, directamente, un insulto. Y es que, al fin y al cabo, todo este problema, este supuesto "bloqueo" de mercancías desde territorio ruso hacia territorio ruso, no existiría, según Moscú, si Lituania, Letonia y Polonia fueran países totalmente independientes, es decir, si no formaran parte de organizaciones occidentales en plena batalla contra las actuales veleidades anexionistas rusas.
El sueño dorado del victimismo
Puede que Rusia hubiera reaccionado del mismo modo si algo parecido hubiera afectado a cualquier otra de sus ciudades, pero estaba claro que el movimiento de Lituania iba a provocar esta reacción de dramatismo y esta sucesión de rasgaduras de vestiduras. Kaliningrado no está bloqueado. El 50% de las mercancías no pueden llegar por tierra por estar bajo sanción, pero el otro 50%, que incluye, obviamente, alimentación, medicamentos y bienes habituales de consumo no está bajo amenaza alguna. Aparte, insistimos, están los barcos.
Es raro que Rusia, que insiste en que no está en guerra con Ucrania, sí esté bloqueando la salida de grano de los pocos puertos del sur del país que están aún bajo el control de Kiev, pero se indigne por la decisión de la red lituana de ferrocarriles. Dicho esto, lo que es raro en la teoría vuelve a no serlo en la práctica. Rusia es una sociedad en permanente estado de agitación, que necesita vivir en la indignación 24 horas al día para mantener la tensión de una guerra a la que no se le puede llamar por ese nombre.
Necesita que la gente entienda que todo lo que está haciendo Putin en Ucrania en realidad lo está haciendo por ellos, y ¿qué mejor excusa que esta? ¿Qué mejor imagen que la de una Kaliningrado rodeada por fuerzas de la OTAN que impiden el paso de mercancías? En el fondo, para Putin es un sueño en términos de propaganda interna y no va a desaprovechar la ocasión. Lleva años repitiendo "la OTAN nos asfixia" y ahí está un país de la OTAN aprovechándose del estatus geográfico de Kaliningrado para separarla en la práctica del resto de la Federación Rusa. Lo dicho, un sueño hecho realidad.
Sin miedo al miedo
Tanto el Kremlin como sus numerosos medios afines han salido de inmediato a amenazar a Lituania con "represalias". Durante estos últimos meses, nos hemos acostumbrado a esta retórica vacía de amenazar con los miedos ajenos. El líder ruso de turno habla de "consecuencias inimaginables" en la esperanza de que todos, Lituania incluida, dibuje en su cabeza un misil nuclear aterrizando en sus fronteras y el consiguiente inicio de una atómica Guerra Mundial que acabe con el mundo tal y como lo conocemos.
El problema es que, de tanto repetirla, la amenaza pierde fuerza. Si Lituania tuviera el más mínimo miedo a que Rusia les tirara un misil nuclear, no se habrían metido en este lío. El pueblo lituano ha visto mucho a lo largo del siglo XX y en un momento dado decidió independizarse precisamente para dejar de vivir amenazado. Otra cosa es el resto de la OTAN y el resto de la Unión Europea. Eso, Rusia lo sabe perfectamente. A los países más occidentales, con problemas para entender la mentalidad eslava y con cierta tendencia al tembleque de pies, sí pueden afectarnos estas dramatizaciones.
Aturullada en una guerra que no parece tener fin en el este de Ucrania, con decenas de miles de muertos en sus filas, Rusia no parece estar en el mejor momento para meterse en otro conflicto con otro país. Probablemente, agite el fantasma de la III Guerra Mundial durante el tiempo que le convenga -es curioso lo que le gusta a la opinión pública rusa que su gobierno coquetee con la autodestrucción del país- y luego lo suelte en el olvido. Los bienes básicos llegarán, como siempre, en tren, sea desde Minsk o desde Moscú. Los sancionados, por barco o por avión. No vivimos en el siglo XVIII, por mucho que algunos se empeñen.
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