El pasado sábado, Vladimir Putin ponía en su boca las amenazas que llevaban meses repitiéndose en distintos programas afines de televisión. Con motivo de una reunión con su homólogo bielorruso, Alexander Lukashenko, para acordar el despliegue de lanzamisiles de media y larga distancia en la frontera de Bielorrusia con Polonia, Putin afirmaba: “Nuestros misiles podrían convertir Europa en cenizas en pocas horas” sin apenas torcer el gesto, para luego añadir: “Pero, de momento, no es necesario”.
La verdad es que impacta oír al líder de una súper potencia nuclear utilizar esos términos, sabiendo que probablemente tenga razón… aunque omita una parte decisiva: desde 1945, varios jefes de estado se han sentido tentados de convertir en cenizas al enemigo, fuera este los Estados Unidos, la Unión Soviética, Berlín Occidental, India, Pakistán o Corea del Sur. Si, en todo este tiempo, nadie ha dado el paso es porque sabe que en esas mismas pocas horas su propio país sería reducido a las mismas cenizas.
De hecho, las palabras de Putin fueron recibidas con mofa en la reunión de la OTAN, con aquellos comentarios de Trudeau y Johnson acerca de si deberían empezar a cabalgar a caballo con el torso desnudo. La cosa se volvía personal y el mensaje estaba claro: no nos vas a intimidar con tus trucos de la KGB.
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Ahora bien, cuando Putin habla no lo hace solo para sus enemigos, sino que también tiene un público propio al que satisfacer. Por mucha propaganda que se quiera repetir en los medios de comunicación afines, todo el mundo en Rusia sabe que han pasado más de cuatro meses desde el inicio de la “operación militar especial” y que la frontera este apenas se ha movido unas decenas de kilómetros.
Sin duda, este fracaso es lo que está detrás de la escalada verbal: no solo la amenaza nuclear explícita sino las quejas en torno al supuesto bloqueo de Lituania a Kaliningrado o la ironía respecto al proceso de integración de Suecia y Finlandia en la OTAN. Preguntado sobre este tema, Putin contestó con su habitual media sonrisa socarrona: “Si quieren unirse, adelante, todo suyo, pero si vemos algún cambio en su política militar pueden estar seguros de que reaccionaremos de forma proporcional a su amenaza”. Suecia y Finlandia acabaron firmando igualmente.
De los Sudetes a Austria, de 1938 a 2022
Putin lleva al menos desde inicios de año midiendo mal sus movimientos y otorgándose una capacidad de disuasión que de hecho no tiene. Presionó a Ucrania durante meses antes de invadirla, amenazó a la comunidad occidental y se convenció de que el factor nuclear bastaría para que el mundo se echara a un lado ante sus deseos.
Ha sucedido justamente lo contrario: Ucrania se ha defendido con uñas y dientes, Estados Unidos y la OTAN han entregado armas suficientes para alargar esa resistencia y la Unión Europea, incluso con claras disensiones internas, ha mantenido de cara al exterior una imagen de unión en lo político y lo económico. Parece claro que la retórica de por sí no sirve.
Rusia está perdiendo la guerra en Ucrania porque la guerra consistía en conquistar el país o al menos cambiar su régimen y colocar un líder afín. No se van a conseguir ninguna de las dos cosas y vender cada Lisichansk o cada Sievierodonetsk como un éxito similar a la defensa de Stalingrado es abusar de la paciencia de propios y ajenos.
De hecho, cabe preguntarse si no habrá algún tipo de contestación interna desde el propio ejército hacia un líder político que no solo está exponiendo todas sus carencias en un conflicto absurdo, sino que ha mandado a 25.000 jóvenes rusos a la muerte (de momento) y ha dejado tiritando la capacidad armamentística convencional de su ejército. Por eso, Putin ha decidido este fin de semana dar un paso más allá, en algo que empieza a parecerse a la desesperación.
Si la invasión de Ucrania nos remitía a 1938 y los Sudetes, sus últimas declaraciones nos recuerdan al “Anschluss” con Austria de ese mismo año. Según el presidente ruso, las sanciones occidentales y la presión sobre su país y su vecino Bielorrusia, puede “acelerar” el proceso de unificación de ambos estados en uno solo. Básicamente, la entrada del país controlado por Lukashenko desde 1994 en la Federación Rusa, tal vez con un estatus especial.
Desacuerdos en torno a la guerra
De estas últimas declaraciones sorprende el uso del término “acelerar”. En la práctica, Rusia y Bielorrusia son un mismo país en muchísimos aspectos.
Son dos autocracias que se defienden y se protegen y que tratan a la oposición con la misma brutalidad. Lukashenko no ha dudado en ofrecerse siempre como lacayo de Putin… excepto curiosamente en esta invasión de Ucrania, donde ha dejado que los rusos utilicen su territorio para entrenar y atacar Kiev (a los muy burros no se les ocurrió otra cosa que atravesar Chernobyl para ir en línea recta)… pero no ha metido a su propio ejército en faena.
A nadie se le escapa que a Putin le vendría de maravilla que Bielorrusia declarara oficialmente la guerra a Zelenski y le obligara a abrir un nuevo frente en la frontera norte, desde mediados de abril relativamente pacificada. O no se lo ha pedido a Lukashenko -cosa muy improbable- o este ha puesto alguna excusa convincente para ponerse de lado en un momento clave para su máximo aliado.
Hay veces que, releyendo las palabras de Putin, no queda claro si la amenaza es para Occidente o para la propia Bielorrusia. En cualquier caso, han sido siete días muy intensos en lo verbal y en lo bélico: Rusia consiguió cerrar el cerco sobre Lisichansk y hacerse con la ciudad.
La región de Lugansk ya le pertenece por completo. A cambio, Ucrania ha avanzado ligeramente en Jersón, ha expulsado a las tropas rusas de la Isla de las Serpientes y el uso de los HIMARS estadounidenses está facilitando la destrucción de armamento en arsenales hasta ahora fuera de su alcance.
Todo esto demuestra una cosa: en los micrófonos, todos sabemos cómo ganar las guerras. En el terreno, es otra historia. Una historia de muerte, horror y generaciones perdidas.
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