En el hall de la Estación de Ferrocarril de Odesa una voz femenina anuncia por megafonía que los viajeros ya pueden subir al tren con destino a Kramatorsk. Es un tren cama, con cabinas para dos pasajeros en primera clase, o con capacidad para cuatro personas si viajas en segunda. La tercera va sentada durante las 20 horas de trayecto.
Al enfilar el andén no se ve el final del tren. 14 vagones serpentean hasta donde alcanza la vista. Y frente a cada uno de ellos, se suceden las despedidas. Algunas entre besos apasionados, otras entre miradas de preocupación. La mayor parte de los pasajeros son militares, uniformados y con el petate al hombro. Apuran nerviosos el último cigarrillo, y poco a poco todos suben al viejo tren de hierro, azul y amarillo, convertido ya en un símbolo de la resistencia de Ucrania desde que comenzó la invasión rusa, hace casi un año.
A bordo de estos trenes, que siguieron funcionando bajo los bombardeos, millones de ucranianos huyeron del horror durante las primeras semanas de la guerra. Partían de Járkov, de Mariúpol, de Kiev… Rebosantes de mujeres y niños que se amontonaban en los asientos, en los pasillos e incluso en los espacios destinados al equipaje. Hoy, estos mismos trenes llevan a los soldados al frente de combate.
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Arranca con puntualidad británica, y el revisor entrega a cada pasajero sábanas, una funda de almohada y una toalla. Sábanas blancas impolutas, en una bolsa cerrada al vacío. Algunos soldados no hacen caso de la ropa de cama, aún están en el pasillo, mirando por la ventana cómo dejamos atrás Odesa. No se escucha nada en todo el vagón. Ni una sola conversación animada. Saben a dónde van.
San Valentín en mitad de la guerra
Tan sólo un par de días antes los odesitas habían celebrado San Valentín con esmero, en un intento de recordar los tiempos de normalidad. Sorprendía ver la decoración que lucía en cafeterías, escaparates e incluso supermercados. Flores, globos rojos o corazones comestibles adornando las bandejas de comida preparada del super. Desde la ensalada al pollo, todo llevaba sus correspondientes vegetales con forma corazón. "En España no se lo curran tanto", le dije a Anastasia, mi traductora, cuando vi todo aquello.
La última vez que había estado en la Perla del Mar Negro fue en vísperas de Navidad. Durante el mes de diciembre, en Odesa sólo había tres o cuatro horas de suministro eléctrico al día. Era desesperante. El sonido de los generadores inundaba las calles de la ciudad. Rugían incluso por encima del ruido del tráfico.
Pero con o sin luz, los odesitas se negaban a poner su vida en pausa. Esta ciudad portuaria, por dónde se exportaba el 35 por ciento de los cereales que consumía Europa, sólo estuvo cerrada el primer mes de la guerra. Y por aquel entonces, aunque las persianas de los comercios estaban bajadas, casi nadie se resignaba a no hacer nada.
La red de voluntarios que se organizó a finales de febrero, de forma casi espontánea, logró formar una cadena logística que suministraba desde redes de camuflaje a comida para los soldados, pasando por cócteles molotov –champán, los llamaban los ucranianos–, sacos de arena para las barricadas, material sanitario o erizos checos que se utilizan para cortar el paso en algunas calles.
El espíritu irreductible de los ucranianos, que sigue despertando admiración un año después, ha marcado el rumbo de este país desde que comenzó la guerra. Pero en el tren nocturno a Kramatorsk la moral y el coraje se perciben en silencio. Un silencio roto en mil pedazos por las sirenas antiaéreas que van sonando con más fuerza a medida que nos acercamos al Donbás.
Un año de crímenes de guerra
El tren tiene parada en Aleksandría, en el Oblast de Kirovogrado. Aquí se alzaron en armas sus granjeros en 1919, en mitad de un convulso periodo en el que Ucrania acarició la independencia, tras el colapso de la monarquía rusa.
A la altura de Aleksandría, pero 60 kilómetros al norte, está Kremenchuk. Probablemente allí también se sublevaron los campesinos a principios del siglo XX, pero este nombre hoy resuena en nuestras cabezas por el ataque que tuvo lugar en junio del año pasado, cuando Rusia bombardeo un centro comercial repleto de gente a las cuatro de la tarde. El Kremlin mató a 20 personas y hubo decenas de heridos. Aún así fue casi un milagro, porque según apuntaron fuentes gubernamentales, había entre 700 y 1000 personas en las instalaciones cuando cayó el misil.
El centro comercial de Kremenchuk es sólo uno de los puntos negros del horror con los que Rusia ha salpicado el mapa de Ucrania desde que comenzó la invasión. Fotos de crímenes de guerra, que se concentran en la mitad oriental del país, curiosamente en la parte ruso hablante –que a día de hoy se sigue preguntando por qué les está pasando esto–. Bombardeos masivos, fosas comunes, cámaras de tortura… Bucha, Dnipro, Mikolaiv, Izyum, Jersón... La lista es demasiado larga.
Precisamente al llegar a la parada de Izyum el intenso sonido de las sirenas antiaéreas despierta a todos los pasajeros. Ya estamos en el epicentro de la tormenta. Allí se sube al tren Víctor, un hombre de más de 60 años, extremadamente amable y educado. Por la mañana, cuando el revisor nos ofrece un café, aprovecho para preguntarle a dónde se dirige. "A Sloviansk, soy de Sloviansk", me responde. "¿Dónde vas tú?".
Le cuento que me dirijo a Kramatorsk, y que después quiero llegar hasta Bakhmut, pero Víctor tuerce el gesto, e intenta disuadirme –a pesar de que le explico que soy periodista–. "Está todo muy mal", añade. Cuando me habla de la situación y de lo que sienten los habitantes de Donetsk, los ojos se le empañan. En el Donbás la guerra empezó hace más de 8 años, en 2014, y la tristeza ha ido acumulando su poso allí.
Bakhmut, a punto de caer
Al bajar del tren en Kramatorsk apenas se distingue la ciudad. Una intensa tormenta de nieve impide ver lo que hay diez metros más allá. Pero la mayor parte de las personas con las que me voy cruzando van de uniforme.
Unas horas después, en el supermercado, confirmo lo que está sucediendo: la ciudad está militarizada. La mayor parte de las personas que caminan entre las estanterías, llenando sus cestas, son soldados. Pasa lo mismo en la cafetería. Y la escena se repite en la calle principal que desemboca en el Ayuntamiento. Por cada civil que veo, cuento cuatro o cinco soldados.
Kramatorsk está a tan sólo 30 kilómetros de Bakhmut, la ciudad más disputada del Donbás. Desde Kiev, acaban de dar la orden de evacuar a los civiles que quedan allí. Entre 2.000 y 3.000, según los militares que han estado recientemente sobre el terreno.
Si sucede lo mismo que pasó en Severodonetsk –donde el año pasado se vivió otra batalla agónica por el control de Lugansk–, tras la evacuación de civiles se dará la orden de una retirada militar de las fuerzas ucranianas. Y la bandera rusa ondeará sobre los escombros a los que ha quedado reducida Bakhmut, tras semanas de sangrientos combates donde han muerto decenas de miles de soldados de ambos bandos.
Bajo la nieve y la incertidumbre, los habitantes de Kramatorsk siguen con desesperación las noticias sobre del avance ruso en Bakhmut porque ellos son el siguiente objetivo de las tropas del Kremlin, en su avance por el pedazo del Donbás que les queda por ocupar.
Los treinta kilómetros que separan las dos localidades son una explanada por la que la artillería rusa puede avanzar con cierta rapidez. De hecho, Kramatorsk ya está al alcance de los cañones del Kremlin. Expuesta a un ataque en cualquier momento. Conteniendo la respiración. Con el frío y la guerra metidos en el alma.