Los evacuadores de la guerra: así ponen a salvo a las últimas familias que resisten junto a Bakhmut
Pertrechados con cascos y chalecos antibalas, los voluntarios recorren lo que queda de las ciudades bombardeadas, en el frente de combate, para sacar de ahí a los ucranianos que se deciden a huir en el último momento.
20 marzo, 2023 02:58La furgoneta cruje con furia cada vez que atravesamos un bache a toda velocidad de camino a Nykyforivka, a unos pocos kilómetros de las líneas rusas –que avanzan rodeando Bakhmut por el norte–. Los socavones apenas se ven entre el lodazal que cubre las carreteras, y el sonido de la artillería cayendo cerca no permite aminorar la marcha.
En este pequeño pueblo, Sergei y Olga, su hija Annia –de 11 años– y la abuela Valentina esperan para ser evacuados. Han resistido hasta el último momento en su bonita casa de ladrillos grises, rodeados de campo y de recuerdos. Pero su casa es casi la única que queda entera en este lugar: la artillería rusa ha reducido a escombros casi toda la calle. Así que, finalmente, han pedido ayuda a los evacuadores para que los saquen de allí.
Los evacuadores son Artem y Michael. Un paramédico ucraniano y un voluntario australiano que recorren los pueblos más recónditos del Dombás ofreciendo ayuda a las personas que no tienen medios para huir por su cuenta. La mayoría no tiene vehículo, otros no cuentan con apoyo económico, y muchos no saben ni a dónde ir.
Artem lleva un año haciendo este trabajo, en el que la principal frustración es no convencer a las familias que se niegan a abandonar su hogar, aunque esté bajo las bombas. "Sobre todo cuesta convencer a la gente mayor", aclara.
Los niños, la mayor preocupación
La primera vez que vi a Artem fue en un refugio de Bakhmut. Todos los dramas de la guerra se daban cita en ese lugar. Gente cuya casa había sido reducida a escombros, madres que tenían a sus hijos luchando en una trinchera, una mujer diciéndole por teléfono a su hija que habían matado a su padre en el bombardeo de la noche anterior. Y a pesar de todo, la mayoría no quería irse de la ciudad.
Lo volví a ver en Chasiv Yar, junto a Michael esta vez. Caminaban por las calles de una de las zonas más devastadas de la ciudad –bajo el incesante silbido de la artillería–, casa por casa, preguntando a los residentes que quedaban allí si querían que los sacasen de ese infierno entre las bombas.
"Sobre todo nos preocupan los niños que quedan en estos lugares", explica el paramédico. Esta es la principal motivación también para el australiano, "simplemente no soporto ver sufrir a los niños", incide. Él llegó hace sólo tres meses a Ucrania, pero ya tiene vivencias que se han grabado a fuego en su mente.
"No puedo olvidar a un hombre que perdió a su esposa después de rechazar la evacuación", recuerda. Pero también hay historias de esperanza, "una vez rescatamos a una niña que no hablaba, tenía miedo de todo, pero cuando nos alejamos del pueblo ella se sintió segura y empezó a cantar dentro de la furgoneta".
Hoy también van a evacuar a una niña. Sin embargo, antes de recogerla, los dos voluntarios no se dan por vencidos y recorren las poblaciones de alrededor para preguntar –una vez más– si alguno de los vecinos ha cambiado de idea.
Decir adiós
Recorremos a pie varias calles desiertas, entre escombros y coches atravesados por la metralla de los proyectiles. Vamos deprisa, el sonido de la artillería se escucha cerca. La mayoría de las casas están vacías, hasta que encontramos una en la que habita un matrimonio mayor. Salen a nuestro encuentro, pero la mujer vuelve a entrar en cuanto oye la palabra "evacuación".
Artem y Michael dialogan con el marido durante largo rato. Intentan convencerle de que debe salir de allí. El fuego de la artillería rusa lo ha devorado casi todo alrededor; y el Ejército del Kremlin está a escasos 7 kilómetros de allí. "Tengo mis animales aquí", termina esgrimiendo el hombre, mientras señala el palomar que hay junto a la entrada. "Hay más animales al otro lado, no quiero abandonarlos".
La frustración se refleja en la cara de los rescatistas, pero no pierden la esperanza de que les llamen más adelante. Les dejan una octavilla con las instrucciones y los teléfonos a los que deben llamar. A veces son los propios soldados ucranianos los que les contactan si ven a alguna familia vulnerable durante las patrullas cerca del frente. Todos conocen a los evacuadores en esta parte del Dombás.
Después de recorrer las localidades colindantes, llegamos a nuestro destino. La familia nos espera en la puerta, parece que están preparados para partir sin mirar atrás. Pero la realidad es muy distinta, y cuando comienzan a sacar las pocas pertenencias que pueden llevar consigo, las lágrimas comienzan a brotar de sus ojos.
Han metido su vida en cuatro bolsas grandes y una mochila, y se disponen a cruzar el país de este a oeste, sin saber si volverán a ver su casa algún día. La abuela Valentina parece la más afectada; Michael intenta tranquilizarla, pero no hay consuelo para ella cuando finalmente ve a su hija Olga cerrar la puerta metálica y echar la llave.
Justo antes de subir a la furgoneta, Valentina se gira y contempla su casa por última vez. Se le escapa un suspiro que nos traspasa a todos. Ninguno es capaz de contener la emoción en ese instante, en el que entiendes de golpe el drama de los refugiados y de los desplazados internos que se cuentan por millones en Ucrania a raíz de la invasión.
El origen de todo
El precursor de este equipo de rescatistas es Ignatius Ivlev-Yorke. Mitad ruso, mitad inglés, este joven vivía en Moscú cuando comenzó la invasión a gran escala. Recaló en Ucrania el 8 de marzo del año pasado, en calidad de fotoperiodista, y cuando vio la dimensión de lo que estaba sucediendo, decidió quedarse y ayudar de otras maneras.
"Vi que había una gran necesidad de personas que ayudaran a la gente evacuar de los lugares que estaban bombardeando. Es cierto que había muchos voluntarios, pero no se quedaban, sólo estaban de paso".
Desde entonces, junto con otros voluntarios como Artem y Michael, ha evacuado a más de 4.000 personas. Evacuaciones de alto riesgo, en lugares donde no llega casi nadie. Ciudades asediadas, frentes de combate, pueblos alejados de las carreteras principales. Llegan a sitios inaccesibles, y lo hacen sin descanso, "salvo cuando tenemos que reparar los coches, o se nos rompen definitivamente", matiza.
La furgoneta en la que nos alejamos de Nykyforivka, a toda velocidad, para evacuar a Valentina y su familia sigue crujiendo a cada bache. Pero aguanta el trayecto hasta la ciudad de Sloviansk. Annia y su abuela van cogidas de la mano, mientras Valentina intenta respirar; sospecho que la pequeña es la única razón por la que Valentina ha accedido a abandonar su hogar.
Al llegar al centro para desplazados de Sloviansk, Artem y Michael les ayudan a subir las bolsas –en las que han empaquetado su vida– hasta la segunda planta del edificio y se aseguran de que el papeleo está correcto. Ahí pasarán dos días, y luego continuarán su viaje hasta Leópolis.
Los evacuadores han cumplido su misión: la familia está a salvo –todo lo a salvo que se puede estar en mitad de una guerra en la que llueven proyectiles indiscriminadamente–. Valentina, Annia, Olga y Serguei tendrán una oportunidad. Ellos empezarán de cero otra vez mañana, incansables, con una nueva evacuación.