Nunca, desde la Segunda Guerra Mundial, había visto el mundo tantos conflictos abiertos como en 2024. La guerra en Ucrania continuó, con Rusia a la ofensiva, conquistando pequeñas porciones de terreno en el Donbás a cambio de una sangría de tropas y armamento. Su retórica nuclear siguió al nivel de 2022 y 2023, siempre lista para marcar líneas rojas que luego acaban superándose sin un apocalipsis que llevarse a la boca. La guerra entre Hamás e Israel acabó extendiéndose a Líbano y a Irán, desembocando en una revolución en Siria con el derrocamiento y huida del dictador Bashar Al Asad.
De por sí, esta situación sería grave, pero a todo eso hay que añadirle la decadencia estadounidense en materia de política exterior. El imperio, que ya llevaba tiempo renunciando a ejercer como tal, ha visto en 2024 como su administración se negaba a volcarse a favor de Ucrania por miedo a molestar al Kremlin, sufría todo tipo de desaires por parte de su gran aliado en Oriente Próximo, Israel, y llevaba su lucha bipartidista al terreno de las relaciones internacionales.
La victoria de Donald Trump en las elecciones de noviembre no augura, desde luego, nada bueno. Hablamos de un presidente casi octogenario, excesivamente voluble, que pretende volver a la tradición aislacionista estadounidense de hace más de un siglo, rodeándose para ello de afines solo dispuestos a darle la razón en todo. Trump prometió arreglar la guerra en Ucrania en 24 horas y todo apunta a que su negociación partirá del intento de convencer a Zelenski de que rinda los territorios ocupados y espere sentado a la siguiente invasión rusa.
La presencia de tropas norcoreanas en Europa marcó un hito no visto siquiera durante las dos grandes guerras del siglo XX. La reacción fue tibia, como casi siempre. Es cierto que eso sirvió para que Biden levantara a Ucrania la prohibición de defenderse en territorio ruso, pero fue una decisión muy tardía, justo en las postrimerías de su mandato. En Europa, apenas se ha hablado del tema. Cuando Putin amenaza con armas nucleares, todos tiemblan un rato y luego se les pasa.
¿Hasta qué punto es Rusia una amenaza?
La agresividad rusa y el previsible colaboracionismo trumpista coloca a los europeos en una situación inédita en los últimos ochenta años: todo pinta a que tendremos que defendernos por nosotros mismos y es lógico dudar de si estamos preparados para ello. De entrada, porque no estamos acostumbrados: prácticamente todos los conflictos de las últimas décadas -y, afortunadamente, en Europa han sido pocos- se han solucionado bajo el paraguas de la OTAN y la ONU. Mermada la ONU por la presencia clara de dos grupos enfrentados y ante la incógnita de qué será la OTAN bajo una nueva administración Trump, Europa tendrá que tomar las riendas de su futuro y hacerlo con cierta presteza.
La buena noticia es que la gran amenaza, es decir, Rusia, más bien parece un gigante con pies de barro. El mérito de la defensa ucraniana y la generosidad de Occidente en la ayuda están fuera de toda duda. Aun así, el hecho de que Rusia haya perdido decenas de miles de hombres y buena parte de sus mejores blindados en tres años de guerra con un vecino claramente inferior para tan solo conquistar Lugansk y buena parte de Donetsk, aparte de los territorios al sur del Dnipro en Zaporiyia y Jersón, es una buena señal para el resto de potenciales enemigos, empezando por las repúblicas bálticas y Polonia.
La mala noticia es que Europa está dividida. Más que nunca, probablemente, desde los años treinta del siglo pasado. Dividida respecto a qué hacer con Rusia -la propaganda prorrusa ha calado en buena parte del continente hasta hacerlo irrespirable- y respecto a qué hacer en torno al propio proyecto europeo: el cacareado "auge de la extrema derecha" de las pasadas elecciones escondía en realidad un "auge de los proyectos antieuropeístas", la mayoría financiados, de una manera o de otra por Moscú.
Las crisis internas en Francia y Alemania
Esta división se traslada a su vez a la política interior de buena parte de los países llamados a combatir la amenaza imperialista rusa. En Francia, el primer ministro Michel Barnier cayó tras una moción de censura en la que la izquierda radical y la extrema derecha juntaron sus votos contra el centrismo moderado. En Alemania, el gobierno del canciller Olaf Scholz perdió una moción de confianza y las perspectivas para las elecciones de febrero apuntan a un peligroso incremento de voto para la Alternativa para Alemania, los neonazis apadrinados también por Vladimir Putin.
En cuanto a España, ni está ni se la espera. La ausencia de representante alguno de perfil alto a la reinauguración de la catedral de Notre Dame resultó paradigmática de hasta qué punto nuestro país está al margen de la gran política mundial. Dicha reinauguración le sirvió como excusa a Emmanuel Macron para reforzar su posición como líder europeo en la cuestión ucraniana -al fin y al cabo, Francia, a diferencia de Alemania, es una potencia nuclear-, reunirse con Donald Trump y organizar un encuentro a tres con Volodimir Zelenski.
La retirada de la primera línea política de Josep Borrell, uno de los máximos defensores del rearme europeo al margen de la OTAN, alejará aún más a España de los grandes debates que se vienen. Si no vuelven los servicios militares obligatorios, la inversión en defensa y la conciencia de que la paz no es algo que cae del cielo, sino una excepción en siglos y siglos de historia, Europa tendrá un problema serio. Puede jugar la baza de que Trump cambie de opinión, como hace tan a menudo, pero es una baza peligrosa.
En el horizonte se dibuja algo parecido a la guerra fría, pero entre demasiados bloques como para permanecer con los brazos cruzados. Europa tendrá algo que decir sobre lo que suceda en el Pacífico con Taiwán, tendrá algo que decir sobre lo que pase en Siria, Líbano o Irak, más allá de culpar de todo a Israel y tendrá que recuperar una cierta iniciativa en el mundo y no replegarse ante las ansias chinas y rusas de control de África y Oriente Próximo. Si Estados Unidos decide que no está para inversiones militares en Europa, será Europa quien tenga que demostrar que, pese a todo, se vale por sí misma. De lo contrario, vendrán tiempos oscuros a nuestro continente.