Cuando Carmen llega junto a los amigos de Madrid con los que viaja a la explanada de la Basílica del Santo Sepulcro el martilleo metálico que emana desde el interior es constante. “La verdad es que las obras ahí dentro son un follón”, explica la madrileña descansando en uno de los bancos de piedra que sobresalen de los muros centenarios que flanquean la entrada al templo. “No tenía ni idea de que estaban de obras”, añade esta mujer de imponentes ojos claros una vez fuera de la iglesia.
A su lado descansa Rosa, una octogenaria andaluza de gesto campechano, “que sube las escaleras que da gusto”, señala cariñosa Carmen en referencia a las escarpadas calles de la ciudad vieja de Jerusalén. “Esta es la sexta vez que vengo, a mi hijo le encanta, pregúntale, él sí sabe lo que están haciendo”, comenta la gaditana con la cara colorada por el calor que aprieta en Tierra Santa, orgullosa de su vástago mientras éste sale de la Basílica y se une al grupo. “Están restaurando la tumba y las obras van a durar unos cuantos meses”, sentencia su hijo Juan Carlos, quien se sabe conocedor de los entresijos históricos del lugar más santo para el cristiandad.
Según los evangelios, la Basílica del Santo Sepulcro, importante centro de peregrinación desde el siglo IV, se excavó en la roca del Monte Gólgota y se erigió en el lugar exacto donde Jesús fue crucificado (en el llamado Gólgota o calvario) y, a pocos metros, enterrado hace casi 2.000 años.
Ven, sígueme, que esto es un lío ahora con las obras
Dentro de la Basílica el trasiego de los peregrinos que siguen con la visita, recorriendo arriba y abajo la planta principal, es incesante. Esquivándolos y vestido con el tradicional hábito franciscano camina Artemio Vítores, antiguo Vice-custodio de Tierra Santa, teólogo e historiador con más de medio siglo de residencia en Jerusalén. “Ven, ven, sígueme que esto es un lío ahora con las obras”, dice el fraile mientras camina rápido desde la entrada de la Basílica hasta el lugar que llaman “la rotonda”, donde se encuentra el edículo, la cámara que alberga el sepulcro de Jesucristo, según la tradición cristiana.
Guardando la puerta se encuentra un monje de la Iglesia ortodoxa griega, responsable hoy de la gestión de la tumba y de la cámara que la protege. “Antes (en el siglo XV y anteriores) sólo podíamos entrar los frailes pero luego tuvimos que compartir el Sepulcro con éstos”, señala Artemio haciendo alarde de su recurrente humor castellano entremezclado con un halo de resquemor de quien se supo tutor (en representación de la orden de los franciscanos de la que es miembro) del Santo Sepulcro, bajo protección total de los frailes hasta el siglo XVI.
“¿Qué tal?, ¿cómo estás? ¿Mucha gente hoy?”, le pregunta educado el religioso al sacerdote griego en la entrada a la capilla que alberga el sepulcro “Sí, todo bien, hay bastante gente y hay que entrar poco a poco”, responde el griego antes de invitar al franciscano a pasar al minúsculo espacio sagrado únicamente iluminado por la luz de unas pocas velas.
Acuerdo histórico
El estricto control sobre la Basílica del Santo Sepulcro regido bajo la fórmula de statu quo entre las tres confesiones que lo custodian (ortodoxos griegos, armenios y católicos) ha obligado a lo largo de los años a consensuar entre ellas cualquier reparación o modificación, por mínima que ésta fuera.
“Es una tradición basada en acuerdo por consenso entre las tres partes”, explica a EL ESPAÑOL Samuel Aghoyan, superior armenio del Santo Sepulcro. “Es decir, que si una de ellas, por el motivo que sea, discrepa, entonces no es posible pactar nada. Ahora era urgente e irreversible y esta vez sí lo hemos conseguido. ¡Aleluya!”, añade eufórico el religioso en la entrada de la Basílica.
El humo de las velas que cada año colocan miles de peregrinos y turistas en uno de los laterales del edículo y el deterioro del mármol que lo sustenta amenazaban con provocar el desplome de la estructura. En 2015 la Policía israelí incluso cerró durante unos días el templete por temor a que pudiera derrumbarse sobre los peregrinos que cada día entran a visitarlo. Era, por tanto, urgente que las tres confesiones superasen las rencillas del pasado (en 2008, agentes israelíes tuvieron que separar a religiosos ortodoxos armenios y griegos que llegaron a intercambiar puñetazos durante una procesión dentro de la Basílica).
Ahora hemos podido alcanzar un acuerdo porque hay un diálogo, una amistad, que antes no existía
“Es cierto que hay algún precedente puntual de problemas entre las tres comunidades, pero han ocurrido de forma excepcional y han involucrado a católicos y griegos ortodoxos, nosotros los armenios nos hemos mantenido al margen. A fin de cuentas somos la comunidad más pequeña de las tres”, señala Aghoyan, obviando el incidente de 2008 en el que sí participaron varios miembros de su comunidad.
“Había partes del edículo que estaban carcomidas y era necesario restaurarlo”, comenta el franciscano Artemio Vítores tras saludar en la cola del edículo a una conocida suya, una guía mexicana de peregrinos. “Ahora hemos podido alcanzar un acuerdo porque hay un diálogo, una amistad, que antes no existía”, apunta. El fraile pone como ejemplo de las buenas relaciones el hecho de que él haya podido entrar dentro del santuario con una periodista sin haber tenido que pedir permiso previo, como sucede cuando quiere celebrar misa. “Antes los griegos no nos hacían ni caso, pero con el Patriarca actual la relación es buenísima”, explica.
La lucha por la custodia
El templo original fue mandado construir por la emperatriz Helena (después nombrada Santa por la Iglesia), consorte del emperador romano Constancio Cloro (293-306 DC), cuando acudió a Jerusalén en peregrinación para encontrar los atributos de la muerte de Jesús y alertada por las malas condiciones de los lugares santos, sobre los que los romanos habían construido templos de culto pagano en la nueva ciudad denominada Aelia Capitolina.
Según reza la página de la Custodia de Tierra Santa en 1517, en la Palestina bajo dominio de los mamelucos, las comunidades ortodoxas griegas, aprovechándose del hecho de estar compuestas por súbditos del imperio otomano, pudieron llegar sin problemas a Tierra Santa. La competición por la propiedad de los Santos Lugares hizo que estas comunidades comenzaran una lucha con los franciscanos, protegidos entonces por la corona de Castilla y Aragón que asumió desde el principio la misión de ayudar a los frailes guardianes de los santuarios cristianos.
En el interior de la cámara sepulcral, a escasos centímetros de la losa bajo la que una vez yació Jesucristo -según la tradición cristiana-, Artemio adopta un gesto solemne. “Dicen los evangelios que vinieron las mujeres para ungir el cuerpo y se encontraron con esta piedra desplazada. Jesús había resucitado. Esa creencia es la base, los cimientos del cristianismo. Aquí empezó todo”, explica el fraile.
Unos centímetros por encima de lápida de mármol se encuentra una pequeña capilla con motivos e imágenes griegas en plata, cubierta por una cámara que se ha ido transformando con el devenir de los siglos. “Este Edículo será el quinto. Antes ha habido otros, el primero era el original, era la gruta donde depositaron el cadáver; luego vino el de Santa Elena que mandó excavar uno más grande en la roca y la primera Iglesia. También es famoso el de Bonifacio de Ragusa (fraile franciscano), pero ese se quemó a primeros del siglo XIX y los griegos, bajo la autoridad del Imperio otomano y con la presión de los rusos, construyeron este en 1810, antes que nosotros”, comenta Artemio.
El franciscano relata cómo la corona española, mecenas durante siglos de los Santos Lugares, llegó en esa ocasión tarde al auxilio de los franciscanos, entonces únicos custodios del Santo Sepulcro, cuando el edículo se quemó en un incendio a principios del siglo XIX. “Los griegos se nos adelantaron porque entonces España, que era quien aportaba el 80% del presupuesto, estaba ahogada económicamente primero con las guerras napoleónicas y luego con la independencia de las colonias de las Américas”, relata el padre Artemio. “Tardaron varios años en enviar los posibles y los griegos ya habían construido este Edículo”.
Dos siglos sin arreglos
Entrevistar a los restauradores griegos que desde hace unas semanas trabajan en el Edículo es complicado. “Lo que sacan del santuario lo llevan a esa galería de ahí arriba, que es nuestra. Allí los colocan y trabajan donde nadie les puede molestar”, afirma Artemio Vítores mientras apunta con el dedo hacia el claustro que recorre parte de la zona superior de la Basílica.
A golpe de cinceles y chorros de líquido a presión destinados a extraer la suciedad adherida al mármol, en este corredor trabajan una decena de restauradores en un proyecto de conservación en cuyo diseño han participado decenas de expertos. “Estamos trabajando en eliminar la suciedad de los poros de las antiguas placas de mármol, pero también se están extrayendo algunas de ellas para poder entrar en el Edículo y reparar el mármol de los tiempos de Constantino I (hijo de Santa Helena) o de los cruzados junto con la roca original rellenando la argamasa o colocando tornillos de titanio para fijar las placas”, señala la restauradora.
Es histórico que se esté haciendo porque esto no se restauraba desde hace dos siglos
El proyecto de restauración de la tumba de Jesús, financiado con fondos de las tres confesiones y aportaciones privadas como la realizada por el Rey Abdalá de Jordania (con 100.000 euros) tiene una duración prevista de unos diez meses, permaneciendo el santuario cerrado durante el mes de agosto. “Es histórico que se esté haciendo porque esto no se restauraba desde hace dos siglos”, explica Vítores. Detrás de él son todavía visibles los andamios de hierro que los ingleses colocaron hace casi 80 años, durante el Mandato Británico de Palestina, ya ante el temor de que el Edículo se derrumbase tras desplazarse sus cimientos con el terremoto que sacudió Jerusalén en 1937.
El antiguo vice-custodio señala que esta no es la primera vez que greco-ortodoxos, armenios y católicos se ponen de acuerdo para restaurar alguna de las exhaustas áreas de la Basílica, testigos de mil años de historia. “En los años 50 del siglo pasado también nos pusimos de acuerdo para arreglar la cúpula, pero es verdad que el Edículo no se había tocado en 200 años”.
El padre Artemio se dispone a salir de la Basílica serpenteando entre los peregrinos y turistas que continúan entrando. Fuera siguen Carmen, Rosa y el grupo de madrileños que ya han recuperado fuerzas y se preparan para marchar.
“Me ha gustado la Iglesia, pero me esperaba otra cosa, no sé, algo como más íntimo”, cuenta Carmen. “Seguramente esto no se vive igual cuando tienes fe", añade segundos antes de iniciar el camino de vuelta hacia el hotel junto a la incombustible octogenaria Rosa que, si la salud lo permite, volverá sin duda a Jerusalén.
Quienes sí se muestran devotos son la cuadrilla de mexicanos que, a pocos metros, se ha congregado en la explanada de la entrada a la Basílica tras terminar el recorrido por la Iglesia. “No se puede expresar lo que uno siente aquí. Como cristiana recomiendo a todo el mundo que venga a Jerusalén y vea esto. Es, verdaderamente, una experiencia inolvidable”, asegura risueña Cristina Guerrero, mexicana de la ciudad de Guanajuato.
Cae la tarde y faltan pocos minutos para que las dos imponentes puertas de acceso a la Basílica del Santo Sepulcro se cierren. Pero esta vez ni católicos, ni armenios o greco-ortodoxos serán los responsables de hacerlo. Tampoco custodian la llave, casi tan milenaria como la Iglesia (dice la tradición) que le da acceso.
Son dos familias musulmanas las encargadas de la solemne competencia, dicen que por orden del mismísimo Saladino (sultán árabe de origen kurdo que le arrebató la Ciudad Santa a los cruzados en el siglo XII). Quién sabe si el conquistador no pensó que otorgándole el precepto a los musulmanes evitaría las comunes riñas entre las distintas denominaciones cristianas, que desde hace siglos, se disputan cada milímetro de este santo lugar.