En la mañana del 7 de octubre de 2023, varios grupos armados de las organizaciones terroristas Hamás y Yihad Islámica entraron en territorio israelí en lo que sería el inicio de diez horas de terror como pocas veces ha visto el mundo en las últimas décadas.
Los estragos causados en los kibutz cercanos a la Franja de Gaza, cooperativas progresistas que se habían pronunciado mayoritariamente en favor de la paz con Palestina, así como en el Festival “Tribe of Nova”, fueron de tal magnitud que más de mil personas fallecieron a tiros y a golpes, algo más de cien por hora, unos dos por minuto.
La voluntad de barbarie de los asesinos, llegados a Israel por túneles, parapentes y motocicletas, pilló sorprendidas a sus víctimas y a los sistemas de respuesta del estado judío. La seguridad del festival fue incapaz de proteger a la mayoría de sus asistentes. Las violaciones grupales y las ejecuciones se apoderaron del recinto sin margen alguno para la compasión. Cuando llegaron la policía y el ejército, el caos era tal que, en muchos casos, llegaron a disparar contra sus propios compatriotas.
Los cadáveres se exponían a la vuelta en Gaza como trofeos. El cuerpo semidesnudo de una postadolescente alemana tumbada en una camioneta mientras los terroristas blandían alrededor sus armas se convirtió en icono de la ignominia.
Además de los más de mil muertos, Hamás se aseguró de llevarse a doscientos rehenes de vuelta a la Franja. Sabían lo que se les vendría encima y querían tener una ventaja negociadora.
Entre los secuestrados, ancianas octogenarias, bebés de ocho meses y familias completas. El muro no había servido para nada. Israel vivía la jornada más negra de su historia ante la mirada atónita de sus millones de ciudadanos, que a su vez pedían explicaciones a un primer ministro, Benjamin Netanyahu, que no tardó en prometer venganza. Y es que los israelíes querían venganza, claro, pero también explicaciones.
Una operación “demasiado ambiciosa”
Los atentados del 7 de octubre fueron la macabra culminación de varios años de inestabilidad política y social en Israel… y es complicado explicar una cosa sin atender a la otra. El trabajo de un gobierno no es señalar la maldad, sino prevenirla. Proteger a sus ciudadanos de las amenazas y resolverlas.
Netanyahu, se supo después, había recibido información de sus servicios secretos que detallaban una incursión prácticamente idéntica a la realizada por Hamás, pero su gobierno había preferido hacer caso omiso de la advertencia. ¿Por qué? Les parecía demasiado ambiciosa para Hamás. No creían que tuvieran medios para algo así.
Solo que sí los tenían, claro. Hamás llevaba desde los conflictos de 2014 y 2015 rearmándose gracias al dinero de Qatar, de Irán y de Turquía. Podrían haber utilizado esos millones de dólares en beneficio de los ciudadanos de Gaza, pero prefirieron hacerlo en metralletas, tuneladoras y proyectiles de medio alcance.
Netanyahu tenía que saberlo porque bajo su gobierno conoció y permitió el paso de esos maletines llenos de dólares rumbo a Gaza. Tal vez, estaba demasiado preocupado por la amenaza de Hezbolá. Tal vez pensó que el muro de hormigón finalizado en diciembre de 2021 era suficiente protección. En cualquier caso, se equivocaba.
Puede, simplemente, que Netanyahu estuviera a otra cosa. En noviembre de 2022, su partido, el Likud, había ganado las quintas elecciones parlamentarias en poco más de tres años. De nuevo, los números no le daban para formar un gobierno sólido sin influencias de la extrema derecha religiosa, pero esta vez no quiso más repeticiones: el último día del plazo habilitado para presentar una candidatura para la investidura, anunció un acuerdo con el ultranacionalista Ben Gvir, con el ultraortodoxo Bezalel Smotrish y con otras formaciones menores. En consecuencia, consiguió ser nombrado primer ministro por sexta vez en su larga trayectoria política.
Ya instalado en el poder, lo primero que hizo fue enfrentarse al Tribunal Supremo para invadir buena parte de sus competencias. La ley aprobada en el parlamento acabó tumbada por el propio tribunal y las calles se llenaron de protestas. Netanyahu tenía que lidiar con demasiados enemigos: sus propios ministros que siempre pedían llevarlo todo al extremo, la revoltosa opinión pública que le acusaba de dictador y los jueces, empeñados en respetar la división de poderes propia de toda democracia. Por si eso fuera todo, en el camino, se enemistó con Joe Biden.
“Un gobierno inmovilista”
Biden y Netanyahu eran amigos desde muchos años atrás, cuando el hoy presidente de los Estados Unidos formaba parte de las comisiones de exteriores del Senado. Amigos de verdad, uña y carne, a pesar de sus evidentes diferencias políticas.
Sin embargo, a Biden no le gustó nada el intento de Netanyahu de controlar el poder judicial. Al fin y al cabo, Estados Unidos venía de un intento de golpe de estado por parte de un megalómano y Biden temía que “Bibi” fuera el Trump de Israel, algo inaceptable.
La relación entre ambos se congeló y no ha vuelto a ser la misma desde entonces. Eso no ha impedido que Estados Unidos se volcara en la diplomacia para intentar arreglar la situación en Oriente Medio. Al contrario.
Lo que sí ha hecho, en todo momento, y pese a escenificar abrazos, apoyos y vetos a resoluciones de la ONU, es criticar a Netanyahu y a su gobierno por su ausencia de mano izquierda, por su desdén hacia las víctimas civiles en Gaza y por su dificultad para llegar a acuerdos que faciliten un alto el fuego permanente y la consiguiente entrada de ayuda humanitaria.
Aún a mediados de diciembre, Biden acusaba públicamente al gobierno de Netanyahu de “inmovilista”, mientras este reconocía que ambos países tenían ideas distintas de lo que debía ser el futuro de la Franja tras la eliminación de Hamás.
Estados Unidos quiere que la ANP se haga cargo del territorio o, en su defecto, se forme un gobierno multilateral presidido por una figura respetada en el mundo árabe. Su camino es el de los dos estados, aunque no esté claro cómo se puede conseguir eso teniendo en cuenta que casi nadie en Palestina quiere a Mahmoud Abbas.
Israel, por su parte, habla de zonas de exclusión unilaterales y promete que no es su intención quedarse en Gaza ni echar a los gazatíes de sus tierras… mientras sigue destruyendo sus hogares y hacinando desplazados en campos improvisados.
Más allá de los objetivos iniciales, que son más la proyección de un deseo que otra cosa -eliminar a Hamás y devolver a Israel a los rehenes-, no parece que ni el gobierno ni las IDF tengan un plan claro de qué hacer exactamente en Gaza. El asesinato accidental de tres de los secuestrados es buena prueba de ello.
Salvar Oriente Medio
Los intereses de Estados Unidos, en cualquier caso, van más allá de Israel. Durante las primeras semanas tras la masacre, se temió por una guerra total en Oriente Medio que enfrentara a Irán y sus múltiples milicias en Yemen, Líbano, Siria y Gaza con Israel y su gran aliado, es decir, Estados Unidos. Arabia Saudí, a punto de firmar un acuerdo de mutuo reconocimiento con Israel, dio por congeladas las negociaciones. Egipto y Jordania dudaron. Turquía fue muy duro con el gobierno israelí y casi comprensivo con las atrocidades de Hamás…
Netanyahu, que había fallado en la prevención, se mostró poco claro en la respuesta, fio todo a la amenaza y la guerra… y vio con cierto desdén los acuerdos diplomáticos que proponían desde Washington.
Parte de su gobierno los veían como un síntoma de debilidad. Han sido los Austin, los Blinken, los Burns y compañía los que han tenido que tocar todos los botones justos para conseguir que Irán se mantenga en un segundo plano y que sea Qatar quien lleve todas las negociaciones. Ha sido Estados Unidos quien ha buscado soluciones como el alto el fuego de noviembre que devolvió a su casa a unos cien rehenes, muchos de ellos en un estado de salud precario.
Con la OTAN metida de lleno en la guerra de Ucrania y la amenaza china acechante de cara a 2025, fecha a partir de la cual Xi Jinping puede intentar la invasión terrestre de Taiwán, la primera potencia mundial no podía permitirse otro frente abierto y menos en un avispero como Oriente Medio.
En ese sentido, la gestión está siendo modélica: ha defendido los derechos humanos de los gazatíes sin dejar de condenar en ningún momento las salvajadas de Hamás, ha apoyado a Israel en su operación de venganza sin dejar de reprochar sus excesos y ha sabido mantener a raya la amenaza iraní consolidando a la vez sus lazos con las potencias árabes.
La guerra total, por supuesto, aún es una posibilidad. Y culpar a Netanyahu de la misma sería injusto, por mucho que Biden insinúe que ese gobierno no es el mejor para ninguna estabilidad.
La amenaza sigue siendo Hamás. Fue Hamás quien perpetró unos atentados que ni el ISIS se habría atrevido. Fue Hamás quien utilizó a sus ciudadanos como escudos humanos mientras se escondía en los túneles. Ahora bien, la responsabilidad de prevenir y proteger sí es del primer ministro israelí. Su dejadez ha costado muy cara al país que gobierna. Si de verdad pretende ser el encargado de reconducir la situación, debe demostrar pronto que está capacitado para ello. De momento, no lo parece.