Dentro de la tensa relación entre Estados Unidos e Israel, podemos ubicar tres momentos precisos que han servido para calmar los ánimos. El primero fue la llamada de Biden a Netanyahu del pasado 4 de abril, justo después de que siete colaboradores de la organización World Central Kitchen murieran en un ataque injustificado del ejército israelí. En dicha llamada, Biden no solo exigió a Netanyahu un mayor compromiso con la situación humanitaria que se está viviendo en Gaza, sino que llegó a condicionar el apoyo de su país a que Israel no atacara Rafah y se centrara en la negociación de un alto el fuego y la liberación de los rehenes.
El segundo momento clave llegó el 13 de abril, cuando Irán atacó Israel con una batería de drones y misiles. A pesar de sus diferencias públicas, tanto Biden como todos los miembros de su administración mostraron su apoyo al Estado hebreo y pasaron de las palabras a los hechos con la interceptación desde sus bases en Irak, en Siria y en Jordania de varios de los proyectiles que volaban rumbo a Israel.
Biden pidió entonces a Netanyahu que "aceptara la victoria" y no pensara en represalias… consiguiendo al menos que el Gabinete de Guerra se conformara con un ataque testimonial que los iraníes han preferido ignorar.
La tercera clave hay que encontrarla en la firma el pasado sábado del paquete de ayudas militares a Israel, valorado en unos 26.000 millones de dólares. Es muchísimo dinero. Suficiente como para que las aguas vuelvan a su cauce y los malentendidos se intenten solucionar cuanto antes.
Aunque es obvio que Netanyahu no ha conseguido acuerdo alguno con Hamás para intercambiar rehenes por prisioneros y aunque, como decíamos, el ataque de represalia a Irán, por muy testimonial que fuera, se produjo, parece que Biden sí ha hecho reflexionar al primer ministro en torno a la tercera cuestión en juego: la invasión de Rafah. Algo es algo.
Intereses de EEUU en Rafah
Hay que recordar que el plan de invadir Rafah viene por lo menos del mes de febrero y que ya antes del inicio del Ramadán a mediados de marzo parecía inminente. Tanto Biden como la vicepresidenta Kamala Harris o el secretario de Estado Antony Blinken mostraron públicamente su rechazo a la operación.
Harris llegó a alertar de una probable "catástrofe humanitaria" si Israel metía su infantería y sus tanques en una ciudad habitada ahora mismo por, aproximadamente, un millón de gazatíes, unas siete veces su población habitual.
La negativa de Estados Unidos al plan israelí probablemente tuviera una parte de sincera preocupación humanitaria, pero esa preocupación no se atisbó en las operaciones de Gaza City o Jan Yunis. Hay algo que hace diferente a Rafah y es el hecho de que sea una ciudad fronteriza con Egipto, uno de los máximos aliados de Estados Unidos en Oriente Próximo.
Egipto teme que un ataque israelí provoque una avalancha sobre su frontera. También teme que exponga la red de túneles que unen un país con el otro y a través de los cuales, Hamás obtiene ayuda a escondidas.
Biden no quiere que se repitan imágenes como las de los cooperantes asesinados ni quiere que las acusaciones de genocidio se repitan en las universidades de su propio país. Buena parte de su electorado son jóvenes de izquierdas que, sí, odian todo lo que representan Trump y el Partido Republicano, pero podrían plantearse no votar tampoco a los demócratas si siguen apoyando a Israel. Teniendo en cuenta que las próximas elecciones se decidirán por un puñado de votos, la preocupación en la Casa Blanca es lógica.
Una evacuación de 3 semanas
De esa conjunción de intereses parten las peticiones constantes de no atacar Rafah… aunque Biden sabe perfectamente que Netanyahu no va a ceder en este aspecto. Y no va a ceder porque a su vez Netanyahu tiene una presión interna enorme y sus socios le han exigido dicho ataque en repetidas ocasiones, amenazando con retirarle su apoyo y condenarle a otro proceso electoral.
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Lo que sí han conseguido sus presiones y sus caramelos es que al menos el Gabinete de Guerra y las fuerzas armadas negocien con Estados Unidos cómo afrontar el ataque -algo parecido a lo que sucedió con Irán- y que haya un plan de evacuación digno de ese nombre.
En principio, puede saber a poco. Estados Unidos va a ceder en lo que dijo que no cedería nunca, pero hay que tener en cuenta que este conflicto va por su séptimo mes y lo único que hemos visto hasta ahora es improvisación y violencia desproporcionada. Primero, por parte de Hamás; luego, por parte de las FDI. Una violencia sin objeto y sin recompensa. Hasta 34.000 personas han muerto en Gaza y ni se ha descabezado Hamás, ni se ha conseguido traer a casa a los rehenes.
Por primera vez desde el inicio de la guerra, Israel parece tener un plan para Rafah y Estados Unidos lo valora como un éxito. De entrada, ya decimos, el ataque lleva retrasándose dos meses. Aparte, según los últimos informes de la prensa israelí, la evacuación de los civiles a las zonas de exclusión militar podría tomar aún unas tres o cuatro semanas. Esto es, el ataque podría no ser tan inminente como se rumorea. Sin duda, los halcones del gobierno de Netanyahu habrían entrado con todo hace ya un buen tiempo, pero Biden los está manteniendo a raya.
Israel está construyendo campamentos para acoger a los desplazados en medio de unas temperaturas abrasivas y una ausencia de agua potable que preocupa a las Naciones Unidas. Parece que quiere hacer las cosas bien y limitar los daños a quienes los merecen: los terroristas.
Por supuesto, otra cosa será lo que suceda al final. Netanyahu es un hombre impulsivo. Puede prometer a Biden tres semanas más de organización humanitaria y atacar el próximo lunes con todo aún por levantar. Sería tirar por la borda los acercamientos de los últimos días y dejar en ridículo a un hombre que se acaba de gastar decenas de miles de millones de dólares en apoyar a su país. Ahora bien, es Netanyahu. Y con Netanyahu, cualquier cosa es posible.