La familia rusa aislada durante 40 años que no se enteró de la Segunda Guerra Mundial
Imaginad por un momento estar completa y absolutamente desconectados de cualquier tipo de civilización. Sin ningún tipo de comunicación (correo, televisión, teléfonos, internet y un largo etcétera). Vale, antiguamente no tenían tantos medios, pero había igualmente comunicación, como palomas mensajeras por ejemplo. Pero imaginad vivir en la actualidad y carecer de ninguna de esas comunicaciones, ¿es posible? Hasta la más remota tribu del Amazonas ha tenido algún tipo de contacto con la civilización occidental… O al menos eso parecía, porque hace unos años se descubrió una familia rusa de apenas seis componentes que, tras 40 años de aislamiento, ni siquiera se enteró de la Segunda Guerra Mundial. Imaginaos hasta qué punto habría falta de comunicación, pues no estaban demasiado lejos del conflicto.
El “descubrimiento” de esta familia, allá por 1978, lo llevaron a cabo unos geólogos que querían investigar una zona de Siberia cubierta por la taiga, un tipo de arboleda muy densa que crece en los climas más inhóspitos. Justamente la taiga de Siberia es la más vasta del planeta, con unos 5.000 kilómetros cuadrados de arboleda y donde apenas viven unas pocas miles de personas. La gracia de esta zona tan poco habitable es que contiene grandes cantidades de petróleo y minerales, por ello Rusia la sigue explotando.
Los geólogos intentaban buscar un sitio donde aterrizar con su helicóptero, y la zona que sobrevolaban, en un valle muy estrecho que hacía frontera con Mongolia, no debía estar habitada. La sorpresa vino al toparse con una montaña de unos 1.800 metros de altitud, y a 150 km de distancia de cualquier población conocida, que mostraba surcos, que evidentemente estaban hechos por algún habitante humano, cosa que era imposible. Pero no era solo totalmente real, sino que tras varios pases de helicóptero vislumbraron incluso un jardín. Era evidente que allí vivía alguien, y llevaba muchos años.
Tocaba aterrizar e investigar más a fondo. Lo que vieron fue una cabaña muy rudimentaria, con una especie de ventanita diminuta y un anciano que salía a recibir a los geólogos.
“Bueno, ya que habéis llegado hasta aquí, puede que debais entrar”
Los geólogos decidieron montar su campamento a cierta distancia, pues la família de este anciano parecía un poco asustada (normal, por supuesto, si nunca has tenido contacto humano en el caso de los más pequeños de la casa). Tras varías visitas, empezaron a saberse algunos datos sobre estas personas:
El “patriarca” de esta familia, el anciano, era Karp Lykov. Todos los componentes de su familia eran miembros de una secta fundamentalista ortodoxa rusa, creyentes que habían sido perseguidos ya en los tiempos de Pedro el Grande de Rusia (siglo XVIII). Para ellos, Pedro era un enemigo, el “anticristo”. Cuando los bolcheviques llegaron al poder en Rusia (en 1930) las cosas empeoraron para Karp y su familia. Tuvieron que huir a Siberia para no perecer en la persecución, y cada vez se aislaron más y más de la civilización.
Cuando emprendieron la huida, en 1936, solo eran 4 componentes en la familia: Karp, su esposa Akulina, su hijo Savin de 9 años y su hija Natalia de tan solo 2 años. Cogieron todo lo que pudieron y huyeron hacia los más profundo de la taiga siberiana, hasta llegar al lugar donde tenían la cabaña en 1978, a 150 km de cualquier civilización conocida por los sovieticos. Allí, en 1940, nació su hijo Dmitry, y en 1943 su hija Agafia. Ninguno de ellos había tenido contacto con ningún otro humano que no fuera su familia. Todo lo que sabían del mundo exterior era gracias a lo que leían en libros de oración y una Biblia antigua, y a las historias que les contaban sus padres. Aprendieron a leer y escribir gracias a su madre, que les enseñó con palos afilados de abedul sumergidos en zumo de madre selva, a modo de pluma y tinta.
Los recursos, como podéis suponer, eran muy limitados. Sus zapatos estaban hechos de cortezas de abedul, su ropa estaba hecha a base de parches y, al final, la tuvieron que hacer con tela de cáñamo cultivado a partir de algunas semillas que consiguieron llevar consigo durante la huida. En cuanto a plantas, los recursos eran abundantes (abetos, pinos, abedules, arandanos, frambuesas, leña…), pero la tecnología, más bien escasa, las dos ollas que consiguieron llevar con ellos se acabaron oxidando y lo de cocinar se convirtió en un problema.
La carne, por supuesto, también era escasa. Pero Dmitry, su hijo pequeño, aprendió a cazar sin armas. Lograba cazar animales a base de agotarlos, aunque en pocas ocasiones, pero ya es mucho si pensamos en nuestra forma de vida en sociedad hoy en día. Por tanto, el hambre era cosa del día a día para esta familia aislada. Por desgracia, la madre murió en 1961, tras una gran nevada y poca comida para todos. Prefirió que sus hijos se salvaran gracias a la poca cosecha que consiguieron llevar a buen fin.
Poco a poco los geólogos fueron dandose cuenta de las diferentes personalidades de la familia Lykov. Karp, el anciano de 80 años de edad, estaba encantado con las nuevas tecnologías. Eso si, se negaba a aceptar que el hombre hubiera llegado a la luna, pero la idea de los satelites no le parecía para nada descabellada. Lo más curioso fue cuando le enseñaron el papel celofán transparente, el señor Kalp preguntó “¿Es un cristal que se puede arrugar?”
Por otra parte, Savin, el hijo mayor, era el más inflexible en cuanto a religión. Y Natalia, la hija mayor, se había convertido en el reemplazo de su madre como cocinera, costurera y enfermera. Los niños más jovenes, Dmitry y Agafia, eran más accesibles y abiertos al cambio y la innovación, sobre todo Agafia, notablemente inteligente, y la que mejor llevaba la cuenta del tiempo que había pasado sin poseer ningún calendario.
Por último, Dmitry, era el favorito de los geólogos. Un amante de la naturaleza, curioso y el más progresista de la familia. Contruyó la estufa que poseían y los cubos de corteza de abedul que tenían para almacenar alimentos. Fue el más interesado en la tecnología de los científicos.
Los geólogos les regalaron sal, porque al principio no aceptaban otra cosa, y más adelante otros utensilios como tenedores, cuchillos, cucharas, ¡y hasta una linterna eléctrica! Pero
El aspecto triste de la historia es como fueron decayendo, de forma extrañamente rápida, toda la familia Lykov. Primero, en 1981, tres de los cuatro hijos murieron. Dos de ellos de insuficiéncia renal, por la dura dieta que llevaban, pero Dmitry murió de una neumonía, probablemente contagiada por los científicos… Se ofrecieron a llevarlo a un hospital, pero él se negó, por su religión, “No se nos permite eso”.
Intentaron sacar a Karp y su hija Agafia del bosque, pero no dió resultado. Karp, el patriarca, murío en 1988, justo 27 años después de su mujer, Akulina. Actualmente, solo queda Agafa, la hija más joven de la familia, con 70 años de edad. Sigue viviendo en la misma cabaña en medio de la taiga siberiana, pues no ha querido vivir en la civilización. Prefiere su hogar.
Vía | Smithsonian