Muchos piensan que el primer medio de telecomunicaciones es el telégrafo electromagnético, más conocido simplemente como telégrafo. Pero en realidad no lo es. Este aparato, era una especie de teléfono alámbrico rudimentario que enviaba pulsos eléctricos que eran convertidos en golpes (que hacen ruido) mediante un electroimán; es decir, en el destino se emitían unos golpes que, interpretados mediante código morse, se podían traducir a frases.
Pero en realidad debemos remontarnos casi un siglo atrás, al año 1790, cuando Francia desarrolló el telégrafo óptico, el predecesor del electromagnético. Se trata de un sistema que permitía enviar mensajes alfanuméricos a lo largo de grandes distancias, pero sin usar electricidad.
Es, por lo tanto, el primer medio de telecomunicaciones moderno (sin contar, por supuesto, con las señales de humo o los mensajes enviados con tambores y otros instrumentos como el telégrafo hidráulico con el que se enviaron mensajes entre las ciudades de Sicilia y Cartago en el siglo III antes de Cristo).
Debemos entender telecomunicaciones como «transmisión y recepción de señales de cualquier naturaleza, y no como», y no como lo que llamamos hoy en día telecos, un término generalmente orientado a las comunicaciones por ondas electromagnéticas u ópticas (como el 4G o la fibra). También debemos entender el término de telégrafo en su más estricto significado etimológico, como un método para enviar representaciones simbólicas de elementos a distancia.
El telégrafo óptico usado por Napoleón, el primer sistema de telecomunicaciones
El telégrafo óptico fue desarrollado por Francia en la década de los 90 (del siglo XVIII), aunque se comenzó a usar en el siglo XIX y no obtuvo gran popularidad hasta la Revolución Francesa a manos de Napoleón. Era una red compuesta por una serie de estaciones formadas por máquinas mecánicas con brazos móviles. Dentro de cada estación había un operador de red que se encargaba de esa estación en concreto. Su tarea era replicar la posición de las aspas de la estación anterior.
La primer estación, la que mandaba el mensaje, colocaba las aspas de una manera muy concreta con un significado desconocido, lo que ahora llamaríamos cifrado. Posteriormente, la siguiente estación coloca las aspas del mismo modo, usando un catalejo (el antepasado de los prismáticos), y así de manera sucesiva hasta que el mensaje llegue al final. Cada estación debía replicar el mensaje anterior y verificar que la siguiente estación también lo replicaba correctamente.
Cada estación tenía dos aspas que podían colocarse de 7 maneras distintas, sumando 49 opciones en total, 98 posiciones si tenemos en cuenta que las aspas podían ser colocadas de manera vertical y horizontal gracias a un tercer elemento, una viga; estas 98 posiciones se pueden ver como 98 caracteres distintos. A cada extremo de la red había un director, que era quienes tenían el libro con el que interpretaban las señales y creaban las palabras.
Con los años se fue mejorando y los brazos móviles se convirtieron en piezas móviles mucho más pequeñas, siendo más complejos e incluso con más caracteres y posibilidades, además de más rápidos en cuanto a la transmisión de información. Se extendió por toda Europa y, efectivamente, llegó a España, y hubo varias redes, entre las que destacaron la red telegráfica militar de Cádiz, la usada durante las Guerras Carlistas o la red telegráfica catalana.