La insufrible lentitud de la justicia
La demora con la que se resuelven muchos casos demuestra que urge hacer cambios para que la Justicia haga honor a su nombre. Sentencias del Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos recuerdan que juzgar a su debido tiempo es un deber de los estados.
"La tardanza de la justicia es uno de esos males de los que el hombre sólo puede librarse mediante el suicidio". (W. Shakespeare. Hamlet)
Este comentario viene a cuento de la carta que me envía un español, de origen sirio y médico de profesión, que durante nueve años y pico ha sufrido la insoportable lentitud de la justicia. Detenido y acusado a finales de marzo del año 2006 por la acusación, junto a otras personas, de un delito de depósito de arma de guerra y que desde el primer día negó, ahora, finalmente, tras un largo calvario judicial, el tribunal le ha absuelto con todos los pronunciamientos favorables.
De sus palabras destaco éstas: "Señor abogado: ¿Quién me repara tanto dolor, tanta angustia, tanto sufrimiento? ¡La injusticia de tan extensa espera me ha consumido el valor, agotado la confianza en la Justicia, destrozado el corazón! ¡Estos años han tenido para mí más horas de desesperación que minutos de esperanza!".
El mismo día que recibo este gemido, leo que más de 8.000 juristas, entre ellos jueces, fiscales y sobre todo abogados, bajo el lema de "Justicia tardía no es Justicia", han inundado Twitter con mensajes e imágenes en las que se denuncia esa lentitud de la justicia y hablan de juicios y vistas para 2017, 2018, 2019 e incluso 2020.
En mi primer artículo publicado el 17/01/2015 en este blog que muy pronto se convertirá en diario y que titulé La lucha de los españoles y de EL ESPAÑOL por la Justicia, al hacer recuento de las batallas a emprender escribí que era necesario poner fin a la exasperante lentitud de las ruedas de nuestra administración de Justicia, que una justicia a destiempo es una denegación de Justicia, que el reloj de la Justicia no puede seguir siendo un reloj lánguido y que de no rejuvenecer, dentro de muy poco, será incapaz de arrastrar su maquinaria.
Cualquier democracia debería perder el nombre si no es capaz de juzgar a su debido tiempo. Las insoportables demoras de la justicia convierten al Estado de Derecho en algo meramente retórico, sin que valgan excusas de sobrecargas de trabajo o falta de medios materiales y personales. Como el Tribunal Constitucional ha declarado en la reciente sentencia 87/2015, de 11 de mayo, "por más que los retrasos experimentados en el procedimiento hubiesen sido consecuencia de deficiencias estructurales u organizativas de los órganos judiciales o del abrumador trabajo que sobre ellos pesa, esta hipotética situación orgánica (...) de ningún modo altera el carácter injustificado del retraso. (...) El elevado número de asuntos de que conozca el órgano jurisdiccional ante el que se tramita el pleito no legitima el retraso en resolver, ni todo ello limita el derecho fundamental de los ciudadanos para reaccionar frente a tal retraso, puesto que no es posible restringir el alcance y contenido de ese derecho dado el lugar que la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad democrática (...)".
Éste es también el criterio reiterado del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y así en la sentencia Lenaerts contra Bélgica, de 11 de marzo de 2004, la Corte de Estrasburgo razona que el artículo 6.1 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales "obliga a los Estados contratantes a organizar su sistema judicial de tal forma que sus tribunales puedan cumplir cada una de sus exigencias, en particular la del derecho a obtener una decisión definitiva dentro de un plazo razonable".
O sea, que no es posible aceptar que se vive en democracia con una administración de la Justicia donde la respuesta judicial al reconocimiento de un derecho o la determinación de quien es inocente o culpable, duerma años y años en los estantes judiciales, con métodos arcaicos, tortuosidades y dilaciones inhumanas. Con horror hemos de contemplar los daños que causan las excesivas e indebidas dilaciones y procedimientos hay que duran tanto como las cuatro etapas del hombre; es decir, toda una vida.
En Bleak House o Casa desolada, Charles Dickens escribe del famoso caso Jarndyce/Jarndyce como "este pleito de espantapájaros se ha ido complicando tanto con el tiempo que ya nadie recuerda de qué se trata (...); durante la causa han nacido innumerables niños; innumerables jóvenes se han casado; innumerables ancianos han muerto. Docenas de personas se han encontrado delirantemente convertidas en partes (...), sin saber cómo ni por qué; familias enteras han heredado odios legendarios junto con el pleito. El pequeño demandante, o demandado, al que prometieron un caballito de madera cuando se fallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caballo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo. Las jovencitas pupilas del tribunal han ido marchitándose al hacerse madres y abuelas; se ha ido sucediendo una larga procesión de cancilleres que han ido desapareciendo a su vez; la legión de certificados para el pleito se ha transformado en meros certificados de defunción; quizá ya no queden en el mundo más de tres Jarndyce desde que el viejo Tom Jarndyce, desesperado, se voló la tapa de los sesos en un café de Chancery Lane (...)".
No sé si algún día el hombre al que me he referido y que justifica estas líneas será indemnizado por el Estado ante un patente "funcionamiento anormal de la Administración de Justicia" y en aplicación de los artículos 292 y siguientes de la Ley Orgánica del Poder Judicial. De tener éxito en la pretensión, se me ocurre que con el dinero que reciba podría comprarse un reloj suizo, con todos los adelantos y hasta con números fluorescentes para la noche. Un reloj con mucha vida que le haga superar el amargo, bárbaro y desalmado tiempo de esos casi diez años de espera judicial. Camilo José Cela hubiera escrito unas páginas memorables –algo hizo con mano maestra en El asesinato del perdedor- dedicadas a las víctimas de la desidia de la Justicia, esa institución por la que Cronos, el anciano dios del tiempo, llora de impotencia y rabia al verla con tanta galbana.