Esta es mi primera columna para EL ESPAÑOL, así que quizá va siendo hora de salir del armario y confesar que a mí tampoco me gustan ni me han gustado nunca los toros. Y eso que en alguna ocasión los he defendido por escrito. Aún me pregunto el porqué. Ninguna de mis novias ha sido taurina, así que por empatía sexual (el motivo habitual de mis aficiones más inexplicables) no habrá sido.
Porque para magufa, la mística del toro. Esa pachamama de lo telúrico, lo primitivo y lo ancestral. El Minotauro. Picasso. La amenaza siempre explícita de la extinción del toro bravo. «O me dejas torearlo o lo extingo». Que ni que llevara la cura del cáncer en la sangre, el pobre bicho. Pues que se extinga. Para telúricos, primitivos y ancestrales, los cocodrilos. Aunque la imagen de un cocodrilo del Nilo rodando por el albero con un torero entre las fauces se me antoja excesiva hasta a mí.
Eso sí: como género literario, los toros no tienen precio. «Rivera Ordóñez ha sido intervenido de herida por asta de toro en región supra púbica y fosa iliaca derecha con un trayecto transverso de unos veinticinco centímetros hacia izquierda con desgarro de la musculatura de la pared abdominal a través del oblicuo mayor y del transverso del abdomen. Penetra también en cavidad abdominal, contundiendo inicialmente la arteria iliaca, diseca colon ascendente y riego, para llegar a espacio retro peritoneal, desgarrando el músculo psoas, disecando la aorta en unos cinco centímetros y llegando al cuerpo vertebral de L3. Pronóstico: Muy grave».
Ni el director más depravado de la nueva ola de cine de terror francés es capaz de superar el salvajismo de este parte. De esta orgía de testículos despedazados, anos desgarrados e intestinos abiertos en canal por los cuernos de un toro bravo. Y esa es nuestra Fiesta Nacional. Una Fiesta Nacional en la que el riesgo es, no una consecuencia posible e incluso probable del mismo, sino parte esencial del atractivo por el que la gente paga los cuarenta, cincuenta o doscientos euros de la entrada. Los "ay" y los «uy». Como quien roza el larguero tras una volea. Solo que aquí el larguero son las tripas del torero.
Aún saldrá alguna beata sevillana de mantilla y abanico aficionada a los toros diciendo que a ella no le gusta el gore. Y será verdad. Porque lo de los toros no es gore. Es puro snuff. Pero no por el toro. Sino por el torero.