La principal efeméride que ha dado un 7 de octubre fue la batalla de Lepanto, sin restar importancia al nacimiento de Niels Bohr y Juan Benet o la muerte de Edgar Allan Poe. Desde ahora, en la historia del periodismo y del regeneracionismo en nuestro país se recordará que EL ESPAÑOL volvió a nacer también un 7 de octubre. Cumpliendo años en esta fecha, nuestro periódico quedará asimismo vinculado a la Declaración de Gredos que, en ese mismo día de 2003, suscribieron los siete padres de la Constitución, cuando iban a cumplirse 25 años de su amplio refrendo por los españoles.
En la misma sala del parador donde durante largos días se encerraron para negociar el anteproyecto de la Carta Magna, sus ponentes manifestaron su deseo de que "las eventuales reformas del texto constitucional que el futuro pueda aconsejar deben acomodarse a las reglas del juego que la propia Constitución establece; y abordarse con idéntico o mayor consenso al que presidió su elaboración".
Parece ya muy cercano el momento de afrontar una amplia revisión. Sin embargo, como suele ocurrir en política, se amontonan promesas tan solemnes como imprecisas, mientras se descuida ayudar a los ciudadanos a elegir más informadamente: ¿en qué consiste una reforma constitucional?, ¿cómo se negocia?, ¿qué se puede aprender de experiencias anteriores?... ¿por dónde empezar?
Si una constitución surge de un orden político nuevo tras un colapso de régimen, su creación no tendrá más límites que los que se impongan los constituyentes. Si se trata de una reforma, los cambios se deciden desde las reglas de juego preexistentes. La Constitución Española resulta muy rígida ante las reformas dadas las amplias mayorías que se exigen: dos tercios de ambas cámaras más un referéndum para los artículos más protegidos, tres quintos de ambas cámaras o dos tercios del Congreso y la mitad del Senado para el resto del texto.
Un tercio del Congreso o incluso del Senado tienen, por lo tanto, la capacidad de impedir las reformas. Este factor de bloqueo se amplifica por una ley electoral que reparte escaños de manera escasamente proporcional (hay partidos cuyos diputados les han costado cinco veces más votos que a otros). La negociación no comienza pues cuando los representantes se sientan a hablar, sino que viene condicionada por el reparto de fuerzas. Los partidos dominantes tienen así la sartén por el mango ya que no tienen incentivos para cambiar este sistema de reparto poco equitativo, porque al final los votantes se resisten a castigar ese egoísmo ante la disyuntiva del voto útil.
Las Cortes franquistas en 1976 se hicieron el harakiri al devolvernos la democracia mediante la Ley de Reforma Política. Aunque mitigaron el riesgo de cambio con una normativa electoral que permitió a la UCD de Suárez rozar la mayoría absoluta con solo el 34% de votos, se había creado un clima de confianza con la oposición que fue decisivo para que la Constitución lograse un 94% en la votación definitiva del Congreso y 88% en el referéndum.
Adoptar una ley electoral proporcional facilitaría grandes acuerdos
Cuarenta años después, sea por la creciente presión en la opinión pública o por visión de Estado, esperemos que haya en los partidos mayoritarios quienes se atrevan a defender que el verdadero voto inútil es que el que cercena el pluralismo e impide la verdadera competencia por los candidatos más competentes y las propuestas más útiles. Adoptar una ley electoral proporcional representaría hoy ese impulso inicial que facilitaría amplios acuerdos.
Si nos preocupamos ahora del contenido, frente a la redacción de una ley, donde el criterio de validez y en parte el de oportunidad se obtienen precisamente midiéndose con la correspondiente constitución, el constituyente se enfrenta al vacío de que "todo es posible". Pero la redacción no surgirá de la nada, sino que inspirará de sus antecedentes históricos y de los textos de otros países. Puede resultar sugerente proponerse "coger lo mejor de cada sitio", aunque servirá en la práctica de muy poco, ya que hay que lograr un cuerpo que funcione en su conjunto, resulte coherente y tenga en cuenta la historia y los factores socio-culturales.
Por otro lado, aunque todas las partes que negocian una reforma constitucional digan hacerlo en pos del manido bien común, éste no se puede revelar sino como una transacción entre intereses más o menos contrapuestos. Se añade la dificultad de que muchos de los principios e instituciones que se pueden regular en una norma fundamental no admiten gradación (son una cosa o la contraria; por ejemplo: monarquía o república) o admiten matices que difícilmente se precisarán en el articulado constitucional (como el contenido del derecho a la sanidad). Además, la heterogeneidad entre los distintos elementos impone una altísima subjetividad: ¿cuál sería la moneda de cambio entre quienes se disputasen a la vez la regulación de la eutanasia y el modelo de organización territorial?
No existe pues una constitución óptima que pueda surgir de un diálogo cuasi-asambleario, donde los representantes sean meros médiums de la voluntad de la gente, libres de corrupción y otros intereses espurios. Quienes lo defienden son quienes más engañan a sus electores porque o no tienen ideas o están guardándose todos los ases en la manga. Una reforma constitucional emana de la soberanía popular pero se materializa a través de niveles de confrontación dialéctica que se encajan como muñecas rusas, desde la opinión pública en la que no solo influyen los líderes políticos sino también los intelectuales y los medios, hasta el grupo de ponentes que son quienes de verdad sostienen la pluma, pasando por los plenos y comisiones de las cámaras parlamentarias y volviendo al conjunto de los españoles en caso de someterse a referéndum.
Que a dos meses de unas elecciones que casi todos pretenden constituyentes, ningún partido haya arriesgado en la materia más que algunos titulares -y otros ni eso- demuestra que el tacticismo aún prima sobre la voluntad de convencer con las mejores ideas. Algunos han anunciado que van a presentar muy pronto propuestas detalladas. Esperemos que así sea, y para que logren arrastrar a los demás partidos a un diálogo constructivo hace falta que cumplan cuatro requisitos bastante infrecuentes en la política española.
Para iniciar un diálogo constructivo es preciso que se enuncien los fines pero también los medios (en los que es complicado acertar)
El primero es que no se limiten a enunciar fines (de los que es difícil disentir) sino también medios (en los que es más complicado acertar), lo que requiere arriesgar redacciones concretas de los artículos que proponen modificar. La segunda es no vender la ilusión de que un cambio normativo es el remedio a todos los males: la ejemplaridad de los representantes públicos es esencial para lograr verdaderos cambios. La tercera es insistir en que la democracia es un tejido de garantías formales: considerarlas engorros burocráticos que merman el libre albedrío del pueblo nos priva de la red de seguridad que nos impide estrellarnos en el totalitarismo.
Por último, aunque parezca que entramos ya en la sala de máquinas, en una negociación tan abierta resulta decisivo que los partidos expongan de entrada no solo sus objetivos máximos sino también sus mínimos irrenunciables. Solo así los electores podrán asegurarse que su voto contribuye a llevar la discusión a términos donde se sientan cómodos, en lugar de que los señuelos del "realismo político" y el "mandato no imperativo" acaben poniendo a los parlamentarios a merced de la disciplina de voto.
De manera realista, lo mejor que cabe esperar de la próxima legislatura no es una amplia revisión constitucional pero sí una exigente modificación de la ley electoral y de la de partidos -sin que sea excusa para seguir aplazando las reformas necesarias en el ámbito socioeconómico-. A partir de ahí, quizá tras un mandato corto y sujeto precisamente a esos cambios en las reglas del juego, podremos ir más lejos en la actualización de nuestra Carta Magna. Ante tan prometedor pero aún proceloso horizonte, desde este 7 de octubre contamos con que EL ESPAÑOL ha renacido con su misión de "defensor civitatis", vigilante de que el poder no se desvía de su deber de servir al pueblo.