La muerte de Andrea, la niña de Noia (A Coruña) ingresada desde hace semanas en el Hospital de Santiago, ha colocado en las portadas, una vez más, el debate sobre la llamada muerte digna, un debate que, por cierto, ya se había reabierto desde hace algunos días, según se iban conociendo las vicisitudes de este caso.
Lo primero que llama poderosamente la atención es que el contenido del informe emitido por el Comité de Ética Asistencial del área sanitaria de Santiago, a petición de los facultativos que atendían a la niña, haya sido de público conocimiento, cuando, como es sabido, estos informes, además de su carácter no vinculante, son reservados, pues, no en vano, albergan datos sanitarios, confidenciales por definición.
Herbert Hendin, en su fantástico libro “Seducidos por la muerte”, pone de relieve que “la cuestión de la legalización de la eutanasia ha dirigido tanto nuestra atención que nos hemos olvidado de considerar con detalle el modo en que se deben tratar las últimas etapas de la vida y en que se debe cuidar a quienes ya no podemos curar”. Creo que esta debe ser la esencia del debate que procede abrir a propósito de lo acaecido con Andrea.
Porque, como dice la Organización Médica Colegial, “morir dignamente” supone vivir dignamente hasta el último momento. Comúnmente se asocia el hecho de morir con dignidad a la inexistencia de dolor u otros síntomas relevantes. Pero hay que tener en cuenta otros factores igualmente importantes, como la presencia de los seres queridos en un entorno amable. La expresión “muerte digna” es, para la citada Organización, confusa, porque hace referencia a un instante y morir es, en realidad, un proceso.
El caso de Andrea nada tiene que ver con la eutanasia, ni con el suicidio médicamente asistido ni con otras prácticas proscritas por nuestra legislación y ajenas al buen hacer médico, por más que algunos debates oportunistas hayan intentado aprovechar la coyuntura en pro de viejas reivindicaciones, arropadas bajo el manto de la “muerte digna”. Lo vivido por la niña y su familia en las últimas semanas fuerza a poner encima de la mesa otra cuestión: ¿Por qué en España no existe una ley sobre cuidados paliativos que garantice este servicio, con la máxima calidad, en cualquier punto de nuestra geografía, como sucede con la cardiología o la otorrinolaringología? ¿Por qué, hoy, en 2015, sigue sin desarrollarse la acreditación profesional en cuidados paliativos de los profesionales sanitarios?
Si se tienen en cuenta los datos que se han conocido a través de los distintos medios de comunicación, da la razonable impresión de que lo único pretendido por los padres de Andrea era evitar el sufrimiento de su hija. Y eso no es ilegal ni debe llamar la atención de nadie. Andrea, afectada por una enfermedad rara, degenerativa e irreversible, se había adentrado en una situación terminal, por lo que es lógico que se optase por una limitación del esfuerzo terapéutico.
La Organización Médica Colegial -más partidaria de la expresión “reorientación en los objetivos”- identifica este concepto con “la retirada o no instauración de un tratamiento porque, a juicio de los profesionales sanitarios implicados, el mal pronóstico del paciente lo convierte en algo innecesario que sólo contribuye a prolongar en el tiempo una situación clínica que carece de expectativas razonables de mejoría”. Se trata de una práctica médica correcta que tiene como contrapunto la denominada “obstinación terapéutica”, carente de base deontológica y que consiste en la aplicación de medidas no indicadas, desproporcionadas o extraordinarias con el objetivo de alargar innecesariamente la vida. Parece claro que, en el caso de Andrea, se ha seguido, finalmente, la primera línea de actuación.
Según se ha publicado, los padres de la niña han sostenido siempre ante los médicos que Andrea padecía mucho dolor y gran sufrimiento. Todo apunta a que se estaban presentando “síntomas refractarios” –así se llaman técnicamente-, pues no podían ser controlados con los tratamientos disponibles, aplicados por médicos expertos, en un plazo de tiempo razonable. En estos casos, es del todo correcto proceder a una sedación paliativa –como la que, al parecer, se aplicó-, de manera que, con una disminución de la conciencia, se pudiese evitar un sufrimiento insostenible.
Estos son los datos que se conocen y estas son las prácticas médicas que, al parecer, se han seguido. Es importante que, ante casos como el examinado, la opinión pública no navegue entre tópicos, malentendidos y aproximaciones. Las pasiones que insuflan el debate, unidas a los fantasmas y pavores que, a menudo, rodean la muerte, han de ser enervadas por la seriedad de la reflexión y el conocimiento exacto de los conceptos. Saber de qué se habla y hablar con propiedad son instrumentos de gran utilidad en este ámbito.
Al final de la vida, la buena práctica médica es aquella que se dirige a la consecución de unos objetivos adecuados, basados –en palabras de la Organización Médica Colegial- “en la promoción de la dignidad y calidad de vida del enfermo”.
Los medios de que hemos de servirnos para ello comprenden la atención integral del enfermo y familiares, el adecuado control de los síntomas, el soporte emocional y una fluida comunicación. Todo ello, sin olvidar la aplicación de medidas terapéuticas proporcionadas, evitando tanto la obstinación como el abandono, el alargamiento innecesario y el acortamiento deliberado de la vida.
Pues bien, los principios anteriores constituyen la esencial de los cuidados paliativos. Y ello nos lleva al comienzo de estas líneas.
No puede orillarse la importancia de este sector de la medicina, que aglutina -ni más ni menos- todas las intervenciones sanitarias dirigidas, desde un enfoque integral, a la promoción de la calidad de vida de los pacientes y de sus familias, afrontando los problemas asociados con una enfermedad terminal mediante la prevención y el alivio del sufrimiento, así como la identificación, valoración y tratamiento del dolor, y otros síntomas físicos y psicosociales.
Sin embargo, la relevancia de esta actividad no se concilia en la España de hoy con una legislación adecuada, que garantice su prestación, por profesionales acreditados, en el último rincón del país. Una verdadera lástima y un dato que debe llevar a la reflexión. Porque, no se olvide, morir dignamente es vivir dignamente hasta el final. Y todos tenemos derecho a ello.