Aunque sea una medida en principio excepcional, se aplica con relativa frecuencia. Sin ir más lejos, cada vez que se cometen delitos que nuestras leyes penales reputan de cierta gravedad y cuyos autores carecen de arraigo suficiente, por lo que cabe sospechar que tendrán la tentación de eludir la acción de la justicia. Un caso típico es el de los extranjeros a los que se intercepta en nuestros aeropuertos tratando de introducir droga en España, normalmente en las pequeñas cantidades que caben en sus cuerpos o en alguna pieza de su equipaje. A casi ninguno de ellos, y eso que se trata por lo general de delincuentes de baja peligrosidad, se le difiere el cumplimiento de la pena hasta el momento de su condena por sentencia judicial firme.
Por el contrario, en los casos de corrupción, salvo algunas excepciones especialmente clamorosas (Bárcenas, Granados), hemos visto cómo la entrada en prisión se retrasa años, hasta el momento en que los imputados agotan todos los recursos y se les deniega el indulto. La idea que está en la base de ese trato favorable es que se trata de personas integradas que no van a intentar eludir la acción de la justicia, y cuya libertad tampoco perjudica a la investigación, aunque ambas cosas resulten como poco discutibles. De que los ricos también huyen ya nos ha dado pruebas uno de los imputados en el caso de los ERE andaluces, Eduardo Pascual, con orden de búsqueda y captura internacional. Y de que harán todo lo posible por borrar pruebas y poner a salvo el fruto de sus actividades delictivas nos habla, además del sentido común, la conducta de alguno de estos conspicuos imputados, transfiriendo dinero a paraísos fiscales, destruyendo papeles o formateando ordenadores (incluso a martillazos).
Se da además otra paradoja: mientras que a las infelices mulas del narcotráfico se les deniega la libertad cuando sólo se exponen a penas de media docena de años, hay en la calle encausados por corrupción (algún antiguo duque, verbigracia) a los que se les pide más del doble de pena, agravio que cuando menos sorprende y hace pensar que estos delitos, en vez de considerarse especialmente graves, por la defraudación que suponen al grueso de la ciudadanía, se tienen por casi veniales.
Bien encarcelado está el tesorero de CDC, Andreu Viloca, y no hay que buscar la razón en ninguna oscura maniobra de Madrid, sino en la recta aplicación de la ley por parte de un juez tan poco madrileño que se apellida Bosch, se llama Josep e imparte justicia con independencia en El Vendrell. Quien tiene sobre sí la imputación de delitos tan graves como robar a su país, quien en vez de poner a disposición de la justicia la documentación que ésta le reclama emplea la trituradora de papel, no puede esperar que se le dispense un trato benigno. Sería un mensaje erróneo, que sólo pueden exigir quienes han llegado a confundir la tela de una bandera con la de sus propios bolsillos.