En Confieso que he vivido, Pablo Neruda cuenta cómo una noche, en guerra, su amigo y también poeta León Felipe estuvo a punto de ser fusilado por sus propios correligionarios anarquistas por vestir demasiado elegante. En aquel tiempo, una parte de la izquierda se las gastaba así: unos zapatos limpios, un buen abrigo o una chaqueta planchada eran suficientes para condenarlo a uno a muerte por traición a la doctrina. Ni siquiera los esfuerzos de algunos reputados líderes de izquierdas (Giner de los Ríos dijo aquello de “cada día más liberal y con la camisa más limpia”) sirvieron para acabar con el estigma de que cuidar la presencia era de derechas. Al final, Neruda consiguió persuadir a los milicianos de que León Felipe era un gran poeta republicano que no merecía el fuego de sus cañones y lo dejaron marchar, pero con él marchó, ya para siempre, la sombra de la traición.
Años más tarde, Felipe González traicionó a una parte de la militancia socialista el día que se encaramó a un balcón del elitista Hotel Palace para celebrar el triunfo del 82. No sería la última ocasión, aquella sería solo la primera (o acaso la segunda, tras renegar de Marx) de muchas veces más: después, cuando cambió la americana de pana por el traje y la corbata, y luego, cuando nos convenció de que al abrigo de la OTAN viviríamos mejor. Afortunadamente, la pacificación de las costumbres permitió que las afrentas se saldaran entonces con la baja del partido, en lugar de con balas.
La noche que Syriza capituló ante las exigencias de la Troika tras un órdago que había durado semanas, apareció en mi barrio una pintada sentida: “Tsipras traidor”. No tardó en producirse una escisión en el partido heleno, Unidad Popular se llamó, que enseguida recibió el respaldo del exministro de finanzas y experto en teoría de juegos Varufakis, además del de buena parte de la izquierda que simpatiza con Podemos en España.
Y, más recientemente, la militancia de los laboristas británicos ha vengado la traición liberal de Blair encumbrando al marxista Corbyn. La elección del Labour recuerda irremediablemente a la de Michael Foot en 1980. Como Foot, Corbyn ha llegado a lo más alto del partido siendo un veterano, (aunque Foot lo hiciera con experiencia previa de gobierno y Corbyn no, aunque Foot fuera un intelectual y Corbyn apenas un activista) y, también como él, proviene del ala más izquierdista del laborismo.
Si echamos la vista atrás comprobamos, sin embargo, que los anarquistas que guardaban la doctrina a escopetazos en los años 30 nunca encontraron el apoyo mayoritario de la izquierda. Tampoco el sector desencantado del PSOE impidió que Felipe González gobernara durante 14 años. No consiguió la escindida Unidad Popular un solo escaño en el parlamento griego, y Tsipras volvió a ganar las elecciones. Sobre el futuro de Corbyn, pocos dudan de que su mensaje no calará entre los electores británicos, y el único dilema es si lo derribará su propio partido antes de que pueda presentarse a unos comicios.
La conciencia de clase se ha visto desplazada por una conciencia individualista creciente
Ejemplos como los anteriores sirven para ilustrar algo sobre lo que la ciencia política ha generado bastante literatura: que las bases de los partidos tienden a ser más radicales que el votante mediano de las formaciones. Sabemos que hay una parte de la izquierda en Reino Unido, pero también en Europa, que está más preocupada por guardar la doctrina, por conservar las esencias, que por ganar elecciones. Siempre ha existido. Hay una parte de la izquierda que no es progresista, sino moralista. Su objetivo no es, pues, alcanzar una mayoría social suficiente para ser alternativa de gobierno y transformar la realidad. Su meta es tener razón, aunque sea a riesgo de caer en la irrelevancia.
Desde la segunda mitad del siglo XX, la izquierda socialista o socialdemócrata logró coaligarse con las clases trabajadoras para establecer fuertes mayorías progresistas. Este pacto se mantuvo bastante estable hasta la caída del muro de Berlín. El derrumbe del bloque comunista, unido al progreso material, difuminará paulatinamente las líneas de fractura ideológica y de clase. No es que las clases sociales hayan dejado de existir, pero sí es cierto que la “conciencia de clase” se ha visto progresivamente desplazada por una conciencia individualista creciente, y no es solo debido a una cuestión de valores. En el mundo posmoderno los clivajes socioeconómicos se han multiplicado. Según un estudio publicado en Reino Unido en 2013, actualmente existen hasta siete clases sociales diferentes. Se acabó la dicotomía burguesía-proletariado. Un fontanero puede ser de clase alta y un trabajador autónomo con estudios superiores puede ser precariado.
Las divisiones sociales tradicionales se han transformado, y esto tiene mucho que ver con la llamada “crisis de la socialdemocracia”, esto es, con la creciente dificultad de los partidos progresistas para ofrecer soluciones a un grupo de trabajadores cada vez más heterogéneo. Esta dificultad no puede ser interpretada, sin embargo, como un problema que radica en un cambio en las preferencias del electorado, y cuya solución pasa por el giro a la izquierda. El grueso de los votantes sigue ubicándose en torno al centro del espectro ideológico. La elección de Corbyn no puede ser entendida como un cambio de tendencia en Europa, como no lo fue en su momento la elección de Foot, cuyo programa, recordemos, fue descrito por otro laborista como “la nota de suicidio más larga de la historia”.
Hay una parte de la izquierda que enarbolará los postulados de Corbyn, como hay una parte de la izquierda que defiende en Grecia el impago de la deuda y la salida de la UE, como hubo antes una parte de la izquierda que condenó el abandono del marxismo de Felipe González, y como había quienes estaban dispuestos a fusilar a León Felipe por ir vestido de dandy. Pero esta izquierda no es representativa ni del progresismo ni de las preferencias mayoritarias del electorado. Sería un error asumir que la ciudadanía está demandando un retorno a las esencias de la izquierda en lugar de lo que siempre ha demandado: bienestar y progreso material.
Seguramente, los milicianos anarquistas nunca se pararon a escuchar los poemas que León Felipe les recitaba con frecuencia en el frente de Madrid. No prestaron atención a sus palabras cuando decía: “El que tenga una doctrina que se la coma, antes de que se la coma el templo”. El progresismo pasa hoy, como ayer, por alejarse de los dogmas y procurar bienestar a una coalición de electores lo más amplia posible. Y, también quizá, por desempolvar los viejos poemarios de León Felipe.
***Aurora Nacarino-Brabo es periodista y coautora de #Ciudadanos: Deconstruyendo a Albert Rivera