Con Antonio Muñoz Molina pasa algo que no es normal: todos le zurran. Estar en contra de él parece de buen tono. En estos últimos años he visto cómo le criticaban periodistas de derechas (incluso de ultraderecha) y escritores marxistas, y hasta alguno de centro. Se ríen de él los vanguardistas (¡sí, todavía hay vanguardistas!) y los modernitos; los frivolones que están de vuelta de todo y los tradicionalistas (¡también los hay!). Esta unanimidad pudiera ser el signo de que el criticado se lo merece. Pero estamos en España: si se le critica no es por sus defectos, sino por sus virtudes.
Ha vuelto a pasar esta semana, con el artículo que le dedicó el escritor Alberto Olmos a propósito del documental El oficio de escritor, de TVE. Muñoz Molina respondió melancólicamente en su blog. Yo leí los dos textos antes de ver el documental, que me ha parecido que estaba muy bien. Agradable y algo edulcorado, como le corresponde al género, pero en último extremo elegante, sin énfasis. El autor reflexiona sobre su vida y sobre su obra, habla de su oficio: defiende su oficio, en lo que tiene de artesanal. Transmite la imagen de un hombre tranquilo, que se dedica a la suyo, a hacer su vida, y que trabaja; que interviene en la conversación pública cuando le llaman o lo considera necesario. Sin alardes.
Mi conclusión es que se le desprecia por una mezcla de clasismo y envidia. Envidia de sus éxitos, de su suerte, de la posición que ha alcanzado. Clasismo por el hecho de que venga de un pueblo (del pueblo) y se haya cultivado por su cuenta. Esto del clasismo resulta hoy poco confesable, y los que lo practican negarán practicarlo. Pero se les huele: esas risitas de los entendidos hacia el parvenu. Tampoco hay que descartar su discurso sensato, ilustrado, de socialdemócrata realista, como fuente de animadversiones. Aquí viste más lo loco y lo romántico, la heterodoxia adocenada. Cuando, a juzgar por los aplausos prodigados a quienes lo zarandean, quizá debamos considerar que el verdadero heterodoxo es Muñoz Molina.
Un heterodoxo, ciertamente, que no va de ello: que recibe premios oficiales (como el Príncipe de Asturias) y que recibió el más comercial (por una novela digna); que es académico, que ha sido director de un Cervantes y ha estado más o menos cobijado en El País. Pero nunca se ha comportado con servilismo, sino al contrario: ha pasado por todo ello con sobriedad y ha sido crítico cuando había que serlo. Se suelen insinuar “oscuras maniobras”, pero nunca he logrado que me concretaran ninguna. El efecto en mí ha sido el contrario: su caso me ha servido para reconciliarme un poco con las instituciones y medios que lo han reconocido. Como si eso fuera lo normal.