El CGPJ se ha convertido deliberadamente en un instrumento del poder político, cuya voluntad ejecuta de manera ciega y servil” (El desgobierno judicial. Alejandro Nieto). El pasado fin de semana, en Cádiz, Albert Rivera presentó un plan “para la regeneración institucional y la despolitización de la justicia”. Del conjunto de recetas, hay una que ha merecido especial atención: la de suprimir el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).
Quiero suponer que con la iniciativa, el líder de Ciudadanos no pretende cuestionar la honradez profesional de nadie, sino sumarse a quienes denuncian las incoherencias de un modelo de CGPJ no querido por la Constitución (artículo 122), ni por los ciudadanos demócratas que asisten atónitos al espectáculo de como los partidos políticos se reparten las veinte vocalías de la institución, más el presidente que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo.
Sin claudicar de la sinceridad y con la dosis justa de autocrítica por haber pertenecido al CGPJ en el periodo 1990-1996, creo que, en efecto, ningún empacho ha de producir afirmar que el método de diez para mí, siete para ti y tres para aquéllos, no es la mejor manera de sacar a un órgano constitucional del atolladero del desprestigio en el que hace años lleva metido por el empeño de los políticos en que sus miembros sean los fulanos, menganos o zutanos de turno en la seguridad de que responderán a la confianza depositada en ellos.
Lo que ha pasado en todas las ediciones del órgano de gobierno de los jueces y magistrados españoles es la secuela irreversible de la expresión “Estado de partidos” –sobre todo si se la compara con el concepto de “Estado de Derecho”– que Manuel García Pelayo, presidente del Tribunal Constitucional, acuñó a raíz de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, cuando hablaba del grave peligro de que todos sus vocales fuesen designados en razón del peso de los grupos parlamentarios, lo que en modo alguno respondía a la configuración deseada para el CGPJ como garante de la independencia judicial.
Cierto. Desde su constitución en 1980 hasta nuestros días, la institución no ha pasado de la más grotesca de las representaciones. Si el CGPJ aspira a ser más respetable de lo que es, quienes tienen la obligación de hacerlo han de empezar porque la dignidad de la institución reemplace al tiovivo de filias y fobias en el que gira.
Vistos los pactos sin escrúpulos para adjudicarse el CGPJ, Albert Rivera tendría razón al proponer su supresión
Es más. Son los propios jueces quienes un día sí y otro también se quejan del sesgo descaradamente partidista de la elección de los vocales del CGPJ, de las injerencias públicas y notorias de los partidos políticos en los nombramientos del presidente y vicepresidente de ese órgano y expresan el desencanto de una judicatura atosigada por un poder político que, según censuran, no tiene complejos a la hora de meter la mano en el poder judicial. En este sentido, ante semejante caos, vistos los pactos sin escrúpulos para adjudicarse el CGPJ, Albert Rivera, al igual que muchos ciudadanos, tendría razón al proponer como solución la supresión de la institución.
Ahora bien, como decía el editorial de este lunes en EL ESPAÑOL, la liquidación del CGPJ y su reemplazo por la figura unipersonal del presidente de Tribunal Supremo, que sería elegido por el Congreso con el voto favorable de dos terceras partes de sus miembros y dos adjuntos, es una fórmula que, aparte de recordar al Defensor del Pueblo “como alto comisionado de las Cortes Generales” (artículo 54 CE), no evitaría la dependencia de la institución al poder de los partidos y convertiría al máximo representante del tercer poder del Estado en una especie de soberano judicial.
Estoy de acuerdo, pues, y hasta soy el primero en hacerlo, con quienes sostienen que un CGPJ de procedencia cien por cien parlamentaria es fiel reflejo de luchas partidistas, pero no olvidemos que también en las asociaciones judiciales se libran batallas políticas. Hay casos sonantes de siglas asociativas puestas al servicio de un partido, lo que evidencia como sus miembros gustan del debate político y quien quiera, casi a diario, puede ver a algún representante judicial que parece el calco del portavoz de un partido.
Poco solucionaría, por tanto, un sistema de vocales elegidos por las asociaciones profesionales. De ahí que declare mis preferencias por un procedimiento de listas abiertas que permita que todo juez o magistrado, asociado o no, que aspire a ser uno de los 12 vocales del CGPJ de extracción judicial, se presente ante sus compañeros. En tal caso, el candidato ofrecerá un programa judicial, acompañado de su hoja de servicios, con sentencias, autos o providencias dictados, más trabajos científicos, si los hubiera. Antes de la elección se sometería a cuantas preguntas desearan formularle sus colegas y él supiera o pudiera responder.
Además de la desaparición del CGPJ, otra propuesta de Albert Rivera es la modificación del sistema de nombramientos, actualmente presidido, respecto a los altos cargos judiciales, por una discrecionalidad casi incontrolada, con flagrante violación del principio constitucional del mérito y la capacidad. En este punto expreso mi conformidad. Ante este panorama, denunciado incluso por un magistrado del Tribunal Supremo que no hace mucho y a propósito del nombramiento del presidente de su Sala, llamó al CGPJ “palacio de intrigas”, es recomendable retornar a una carrera judicial completamente reglada, donde el ascenso sea por antigüedad, a no ser que conste una declaración de “inidoneidad” hecha por la Comisión Permanente, o por el Pleno, del propio CGPJ, aunque, eso sí, siempre con audiencia de parte y susceptible de recurso.
No sería mal sistema que los ascensos al Tribunal Supremo fueran por tres turnos: antigüedad, oposición entre magistrados y oposición libre
Incluso me permito sugerir que no sería mal sistema que los ascensos al Tribunal Supremo fueran por tres turnos: uno por la antigüedad entre magistrados, otro por oposición entre éstos y un tercero por oposición libre, fórmula muy similar a la seguida en la carrera notarial. Tal y como han ido las cosas, me apunto a la iniciativa de aquel buen ministro de Justicia, Eugenio Montero Ríos, cuando de los tres sistemas de elección, declaraba su preferencia por la antigüedad, pues, aun reconociendo todos los defectos que tiene, el método “es menos perjudicial” y lo que es todavía mucho mejor, “con él se deja fuera al juez que sabe que por los tortuosos caminos de la influencia puede cobijar y satisfacer sus aspiraciones” o “comprende que la flexibilidad en el cumplimiento de su deber puede servirle de propio mérito para conseguir adelantos en su carrera”.
En fin. Hace ahora 17 años –el 13 de julio de 1998, para ser exacto–, Pedro J. Ramírez, el director de este periódico, en su habitual carta dominical del diario El Mundo, decía que “mientras el PP no tenga la coherencia, el coraje y los votos para restituir el equilibrio constitucional en la elección del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces seguirá siendo el gran foco cancerígeno del que surgen todas las metástasis que corroerá nuestra desacreditada justicia”.
Años después, el 28/11/2011, en esas mismas páginas escribí una carta abierta al presidente del Gobierno que rotulé A Mariano Rajoy, el hijo del juez, donde le preguntaba si con él, flamante ganador de las elecciones generales, íbamos a tener la justicia prometida por la Constitución y le recordaba lo que había dicho en febrero de 2008, cuando en plena campaña electoral soltó aquello de “Yo quiero una justicia eficaz, rápida e independiente; no quiero bermejos ni …”.
Fueron palabras que interpreté como el sentimiento de un hombre de ley, capaz de pensar que sin jueces realmente independientes, un país se va al garete sin remisión y daba por supuesto que nuestro presidente del Gobierno sabía que los ciudadanos no podrán soñar con una justicia realmente constitucional, mientras los políticos siguieran manipulando el CGPJ como si fuera una sucursal de los partidos. No ha sido así. El señor Rajoy ha renunciado a la defensa de un Poder Judicial liberado de ataduras partidistas y de ahí que confiese mi decepción que atribuyo a que hay ocasiones en que la esperanza y la ilusión vuelan anestesiadas. Dicho esto con los debidos respetos.
***Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia