Quién le iba a decir a los adolescentes que distribuían hostias como panes a las puertas del Parlament catalán el 15 de junio de 2011 que hoy serían ellos los que diseñarían el programa de gobierno de la futura república perrofláutica catalana. Ya lo decía Pío Baroja en referencia a la hipotética independencia del País Vasco: si el modelo es la Florencia de los Medici, pues vale. Pero si lo es el Paraguay de los jesuitas, quizá no vale tanto.
Miren: yo mismo me apuntaría con gusto a una Cataluña independiente más parecida a Tokyo, Nueva York o las Islas Caimán que a un festival de reggae, pero me temo que el molde ha salido más bien agro. Me extraña que Artur Mas no haya prometido ya comisiones de espiritualidad, apoyo a la causa palestina, homeopatía gratis para las clases populares y la ilegalización de la heterosexualidad. Está por ver que el independentismo vaya a poder construir un país con las mismas reglas que rigen la convivencia en una casa okupa.
El carajal independentista es tal que ya resulta difícil distinguir las macrofarras universitarias de las sesiones del Parlament. Estética, pero también intelectualmente. A este paso, los presupuestos generales de la futura Cataluña independiente no llegarán al Parlament en USB sino a bordo de un carrito del Mercadona e impresos con faltas de ortografía en papel de cocina doble capa. Y luego dicen que a los catalanes nos pierde la estética: pues nadie lo diría viendo el aquelarre de los dos últimos días.
La cosa, en definitiva, es que Pio Baroja tenía razón. Porque la futura Cataluña independiente pinta bastante jesuita. Vayan ustedes a explicarle a los de la CUP que el radicalismo de izquierdas, es decir el socialismo, no es más que la versión 2.0 del viejo cristianismo de misa diaria, tan redentor él. Y que la línea de conflicto de la política que viene no será la que separa la izquierda de la derecha, o a unionistas y separatistas, sino la que separa al campo (y sus valores) de la ciudad (y los suyos).
Mi problema con la Cataluña independiente es que enfrentada a la duda entre el pueblo y la metrópolis ha optado por el pueblo. Por el analfabetismo científico, el meapilismo moral y los residuos intelectuales de la década de los sesenta. Resulta que los catalanes, tan sofisticados nosotros, nos íbamos de España porque no soportábamos el olor a ajo y ahora nos ponemos en manos de aquellos que creen que la liberación de la mujer pasa por ponerlas a mear de pie en medio del Paseo de Gracia. Pues ya nos vale.