Se abre la puerta de la carnicería, salen los terroristas suicidas, cargadas sus mochilas con cinco medialunas sangrantes, y se pierden en el hechizo de la noche. Sólo se alimentan de parisinas muertas. Salen en busca de los trenes destartalados y eternos de París, que cruzan la ciudad en viajes tan largos como los del Sena. Tienen un culto propio, descaradamente hereje, y adoran a Alá, más grande que nadie, según ellos.
Llueven mariposas, cimitarras, julajops y pianos cuando pasean, de la mano, en una pesadilla terrorífica. Para ellos el negro no es un color, sino un agujero del alma. Cuelgan niños de los postes de teléfono y, auxiliados por el jefe de estación –el viejo Alá, de nuevo–, echan cerrojos y más cerrojos a la Torre Eiffel.
Oculto en la butaca del minicine, Jason Voorhees decide esperar a que amanezca otra vez para pintar de negro las rosas de nuestros jardines. Jason, el psichokiller, quizá el más prolífico del cine de terror, sangría y kétchup del siglo XX, arroja al finalizar el filme su máscara y el machete ensangrentado al Lago Crystal, amedrentado por la ferocidad de esta diabólica competencia. Se plantea seriamente la idea de embutirse en un burka y reemplazar las cuchilladas por un cinturón de dinamita modelo Versace. Sin embargo, decide empezar a arreglar los papeles de su prejubilación. “Estos chicos del Estado Islámico llegan pisando fuerte”, piensa resignado, y añade: “Y están mucho más locos que yo”.
Viernes 13. Al parecer, once secuelas después, esta masacre continúa por los siglos de los siglos. Los productores de la saga se empeñan en proseguir, al margen del entramado y los decorados hollywoodienses. Se cruza Jason Voorhees con la ferocidad de estos novísimos monstruos en el Boulevard Voltaire y opta, amedrentado, por cambiar de acera. Comprende Jason Voorhees, con el estruendo de los disparos, que posiblemente ese Alá del que hablan las alimañas esta noche sea más grande que él, más sanguinario, puesto que sus víctimas se amontonan por las calles de París como bolsas de basura repletas de desperdicio.
Viernes 13. Aquí, al otro lado de la pantalla, en nuestras cómodas butacas, al resto se nos atragantan las palomitas. París era una fiesta de sanguinarios psicópatas con vocación de aguafiestas. Una peli gore de serie B que amenaza con infinitas nuevas y próximas entregas. O un filme bélico que narra los entresijos de una guerra nada santa con visos de convertirse, también, en interminable saga.
Viernes 13. 129 muertos y más de 350 heridos heridos. Seis ataques con fusiles de asalto. Dos comandos suicidas. Un pasaporte sirio. El recuento de lo ocurrido adquiere la forma de números que flotan en mitad del Crystal Lake. El objetivo de estos terroristas, cuyas edades se comprenden entre los 20 o 30 años, es la población entera. Están perfectamente entrenados para matar. Como Jason. Aunque lo suyo, por desgracia, no es ficción. Estamos todos en dispositivo de grado 4. “Estos chicos llegan pisando fuerte”, se repite Jason, como si su frase fuese un mantra fúnebre, frente al lago en cuyo fondo vive realquilado.
Fundido a negro, The End y títulos de crédito.