Y ahora, ¿qué? ¿Eh?
¿Cómo rellenamos las grietas de este vacío espantoso? ¿Dónde diablos encontramos el botón de reinicio? ¿A quién le toca desenladrillar, a base de estridentes martillazos, estos cielos? ¿Quién conserva las fuerzas necesarias para dominar esta sensación de nudo en la garganta?
¿Qué empleado del mes se encargará de recoger las flores mustias de las aceras?, ¿y las zapas Nike que quedaron abandonadas, sobre charcos de sangre, en medio del fragor de la batalla? ¿Quién se ocupará de cambiar los escaparates acribillados por las implacables balas? ¿A qué DJ Resident le tocará pinchar este finde en la Bataclan? ¿Cuántos bombarderos harán falta para reembolsar tanto dolor? ¿En qué tipo de guerra descabellada nos invitarán a involucrarnos?
Y, ahora, ¿qué? ¿Eh?
¿Desfanatizarse o no desfanatizarse? He aquí la cuestión. La duda. La misma que llevaría al depre de Hamlet, frente a un dátil con forma de calavera, tras replanteársela una y otra vez, al borde mismo de un ictus cerebral. Sobre todo si en vez del príncipe de Dinamarca fuese un inmigrante de segunda generación en la Francia posterior al V-13.
No debe de ser nada fácil, en estos momentos, ejercer de musulmán en París. Pasear por sus bulevares. Entrar en un multicine. Beberse una 1664. Comprar media baguette. Calzar babuchas. Imagino la vehemencia de las miradas a su alrededor. Algo de lo que me han hablado, siempre a media voz, algunos colegas musulmanes. Miradas furtivas, cruzadas, lacerantes y odiosas que te clavan al pasar por las vías concurridas cuando no eres más que el extraño, el extranjero, el moro, el musulmán. Esas miradas que, a menudo, matan. Miradas atroces que se reproducen, cual carcinoma, metastaseándolo todo a tu paso, tras un atentado yihadista.
No. No debe de ser sencillo, desde la noche del pasado viernes, caer en desgracia en tu ciudad. Recaer en las sospechas. Pagar, humillando la cabeza, una deuda sangrienta que no compartes. Heredar culpas ajenas hasta que llegues a dudar de un Dios, el tuyo, que habla sin mostrarse y a menudo obliga a inmolarse en su nombre.
Y, ahora, ¿qué? ¿Eh?
El principal delito de odio en España, y en la mayor parte de los países occidentales, es la islamofobia. Su vigencia no sólo es total, sino que hoy cobra visos de encarnizarse. Hasta el día en que admitamos que, como anunció clamando a las torpes nubes con su áspera voz Gloria Fuertes, "Dios, Alá y Mahoma tampoco evitan que caiga ensangrentada una paloma".