Hijo de trabajadores, con raíces judías tardíamente reconocidas, ingenioso, altivo, fumador empedernido -era la única figura pública a la que se permitía, en Alemania, quebrantar la prohibición de fumar-; distinguido y elegante, orador magnético y polemista combativo; pianista competente, culto y erudito, contaba con un punto de arrogancia y de ácida impaciencia.
Este maverick pragmático que nunca prescindió de su independencia intelectual, me sorprendió cuando, al abandonar la Cancillería, emprendió -con 64 años- una segunda vida como columnista político, co-dirigiendo el semanario Die Zeit, donde mantuvo viva la llama del debate político.
De él siempre me sedujeron la claridad con la que llamaba a las cosas por su nombre y su habilidad para sortear normas y convenciones. Valiente ante el fracaso, no flaqueaba a la hora de asumir riesgos personales, pues tenía claro que en el momento en que no te importa a quién molestas con tu opinión, eres libre.
Desplegaba mucha energía en la defensa de sus convicciones y eso que no le tocó un tiempo fácil, con la crisis del petróleo y su pugna con la Baader-Meinhof (terroristas alemanes de ultraizquierda) ante cuyas pretensiones nunca cedió. Su firmeza -pese a la posibilidad de víctimas mortales- y el fuerte sentido de la responsabilidad de Estado que evidenció, se convertirían en el principal legado de su mandato.
Se mostró favorable -si fracasaban las negociaciones de desarme entre Estados Unidos y la Unión Soviética- al despliegue, por la OTAN, de cientos de misiles nucleares de alcance medio, lo que le costó el título de 'canciller de los misiles'. Nunca disimuló su desdén hacia Jimmy Carter, al que consideraba un novato en los asuntos internacionales, ni sus cautelas hacia el belicoso Ronald Reagan.
La eficacia con la que gestionó la crisis durante las inundaciones en 1962, le valió un reconocimiento general por sus sólidas dotes de liderazgo, pues supo mantener la calma, asumir la coordinación de los servicios de salvamento, movilizar a soldados del ejército federal y pedir la ayuda de helicópteros de la OTAN.
Cuando Schmidt abandonó la política, su popularidad creció y la sociedad alemana le reconoció como analista claro y lúcido
Socarrón, racional, pegado al terreno, su franqueza le acarreó respeto pero pocas simpatías -sobre todo de los suyos, que le consideraban distante y vanidoso- hasta que, cuando dejó el poder, a finales de 1982, su popularidad creció de año en año. La sociedad alemana le reconoció como analista claro y lúcido y el retiro elevó su estatura como hombre de Estado, querido y respetado. Aún en 2013, la revista Stern le colocaba en el podio del ranking de los grandes cancilleres germanos.
A pesar de su reconocido sentido de la responsabilidad e implacable realismo, el final le llegó cuando sus colegas socialdemócratas, le dejaron solo, al rechazar en el Bundestag la resolución de la OTAN de estacionar los Persing-2 y los misiles de crucero americanos en Europa, decisión de la que él fue el arquitecto principal. Partidario de mejorar las relaciones con la Rusia de Putin, no pudo cumplir el deseo de su amigo Henry Kissinger -ex secretario de Estado de EEUU- quien dijo que preferiría morir antes que Schmidt "un mundo sin Helmut estaría demasiado vacío".
Aunque Valery Giscard d'Estaing, presidente de la República francesa, era alto, aristocrático y políticamente conservador y Helmut Schmidt era bajo, sin pretensiones sociales y líder de un partido socialdemócrata, la inteligencia de ambos y su proclividad a creer que siempre tenían razón les ayudó a congeniar y juntos idearon la institucionalización de las cumbres europeas y la creación del Sistema Monetario Europeo. Pero lo más importante es que siempre compartieron una visión.
Fue en todo momento defensor fiable y determinado de nuestra entrada en la OTAN “para consolidar la relativamente joven democracia española”. No es de extrañar que el presidente Calvo-Sotelo -del que fui estrecho colaborador durante seis frenéticos años de mi vida- le profesase abierta admiración y simpatía.
En uno de sus viajes a Alemania, en que el presidente español aprovechó para obsequiarle con un grabado de Goya, Schmidt le recibió en su casa. Lo cuenta Leopoldo en sus memorias: "Recién inaugurados los dos mandatos, me invitó [Schmidt] a Bonn, donde estaba entonces la capital política de Alemania, y fui allí con mi mujer, y al entrar en un salón grande vi con terror dos pianos. Él tocaba bastante mejor que yo" (....) "Me dijo: "He traído la partitura de un concierto de Mozart para dos pianos, te dejo a ti el fácil y yo me quedo con el difícil". "Yo no toco el piano", dije; "Pero si lo han dicho todos los periodistas"; y le contesté: "Pero ¿tú te crees todo lo que dicen los periodistas? ¿Por qué te vas a creer una cosa que dicen de mí sin haberla comprobado? No es verdad. Siento mucho defraudarte, pero yo toco muy mal el piano".
Sentía pasión por Mallorca, donde se escapaba siempre que podía, como recuerda Matías Vallés: “No amaba Mallorca, formaba parte de ella”. En los setenta, ya Canciller, se refugiaba en una suite del Formentor, donde jugaba al ajedrez con su esposa Hannelore. Más tarde, nonagenario, se alojó en el Mardavall.
Uno de los hombres de Estado más brillantes que he tenido oportunidad de conocer, acaba de morir en Hamburgo a los 96 años. Se ha ido un grande al que dudo le hubiera gustado el despliegue laudatorio de estos días, pero en lo que sí que estaría de acuerdo es en aceptar que su éxito respondía a una habilidad especial para transmitir una sólida confianza.
Y el hombre que rompió reglas pero nunca quebró principios, fue el autor de la boutade con la que un día se despachó a la pregunta impertinente de un periodista: “Para mí solo hay dos estimulantes: el trabajo y los cigarrillos”.
***Luis Sánchez-Merlo fue secretario general de Moncloa durante el Gobierno de Calvo-Sotelo