Este domingo, 6 de diciembre, aniversario de la Constitución, entrará en vigor una importantísima reforma del proceso penal que, aunque es parcial, supone una profunda transformación del sistema de investigación y enjuiciamiento de los delitos, diseñada con el objetivo de modernizar y dotar de eficacia a la Administración de Justicia y fortalecer los derechos de los ciudadanos, ya sean investigados o víctimas.
La Ley Orgánica 13/2015 y la Ley 41/2015 han modificado numerosos preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, cuya redacción originaria se efectuó en 1882 y ha sufrido muchas reformas durante su larga vida. Sin perjuicio de la conveniencia de la sustitución de nuestra anciana Ley por un nuevo Código, las leyes citadas merecen ser valoradas muy positivamente.
Se han establecido medidas de agilización de la justicia, se han regulado –por fin- las medidas de investigación tecnológica, se ha fortalecido el derecho de defensa (ya la Ley 4/2015 potenció los derechos de las víctimas), se ha instaurado un proceso de decomiso autónomo para evitar que el delito no salga rentable y se ha generalizado la apelación y el recurso de casación, para que todas las sentencias puedan ser revisadas por un tribunal superior y el Tribunal Supremo pueda unificar la jurisprudencia sobre la totalidad de los delitos. Muchas de las medidas adoptadas constituyen exigencias internacionales que estábamos obligados a cumplir, pero que la pereza legislativa había retrasado. Bienvenidas sean las reformas.
Aunque no todos han saludado con alborozo el esfuerzo legislativo realizado. En concreto, las Asociaciones de Jueces y Fiscales, la Asamblea de Madrid, las Cortes Valencianas y los candidatos a Presidente del Gobierno del PSOE e IU han criticado los plazos de la instrucción, que Pedro Sánchez ha llegado a afirmar que derogará si obtiene la mayoría en las próximas elecciones generales, porque, según sostiene, impiden luchar contra la corrupción. Es obvio que contra los plazos se han conjurado resistencias burocráticas y ocurrencias electoralistas.
Muchas de las medidas adoptadas constituyen exigencias internacionales que estábamos obligados a cumplir, pero que la pereza legislativa había retrasado
En la redacción que le ha dado la Ley 41/2015, el art. 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal dispone que la instrucción judicial debe durar seis meses si la causa es sencilla y 18 meses si es compleja, susceptibles de prórroga hasta 18 meses más por el juez, a instancia del fiscal. En cualquiera de los dos casos, tanto si la causa es sencilla como si es compleja, el juez tiene la potestad de ampliar el plazo por el tiempo que considere necesario para el esclarecimiento del hecho ante la petición de cualquiera de las partes (lo cual es lógico, pues son las partes y no el juez de instrucción las que discuten sus pretensiones en el juicio).
La ley establece expresamente que, aunque las pruebas se obtengan con posterioridad al transcurso de los plazos, pueden ser utilizadas en el juicio y asimismo aclara que la finalización de los plazos no supone, por sí misma, el sobreseimiento de la causa. Simplemente, se impone a jueces y fiscales la obligación de definir lo antes posible el objeto del proceso y programar las actuaciones, para evitar que los procesos queden empantanados en el olvido, como en bastantes ocasiones sucede. Ello con el fin de satisfacer el derecho de todos los ciudadanos a un proceso sin dilaciones indebidas, que nuestra Constitución proclama pero que en la práctica, con frecuencia, se incumple.
La fijación de plazos para la instrucción no es, desde luego, una reciente invención del legislador español. Existen en los países de nuestro entorno y en realidad ya estaban previstos por la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la cual en su art. 324 –el que ahora se ha modificado- otorgaba un mes al juez para el esclarecimiento del hecho. Resulta, en consecuencia, absurdo que se diga que es extraño que la instrucción judicial se someta a plazo.
Se impone a jueces y fiscales la obligación de definir lo antes posible el objeto del proceso y programar las actuaciones, para evitar que los procesos queden empantanados en el olvido
Se conocen desde el Derecho Romano. Las Partidas, texto jurídico medieval, situaba el plazo en dos años “y si en este tiempo no se averigüe la verdad, será el reo absuelto y libre de la prisión y el acusador la pena dada en el título I” (Ley 7, Tit. 29, Partida VII). Bien entrado el siglo XVIII, la disposición era considerada “muy justa y equitativa, atendiendo a que ningún perjuicio se causa al público de que el reo quede sin castigo cuando no pueda averiguarse quién es después de haber hecho las diligencias suficientes para ello, y además contribuye al alivio de las personas, que por falta de prueba no se pueden tener por delincuentes” (Pérez y López).
En 1882, cuando los correos viajaban a caballo y no se había inventado el teléfono, se consideró adecuado, como se ha dicho, el plazo de un mes. Pero resultaba demasiado exiguo y fue sistemáticamente inaplicado. Ello pese a que reiteradamente se solicitó a los fiscales, bajo cuya vigilancia debe formarse el sumario, que velaran por su cumplimiento, como recordaron la Real Orden de 10 de septiembre de 1906 y la Orden de 21 de marzo de 1931, recién proclamada la República, y en lo que insistieron las Instrucciones de la Fiscalía General de 31 de diciembre de 1882, 13 de septiembre de 1906, 24 de marzo de 1932, 27 de enero de 1953, 29 de octubre de 1956 y, tras la entrada en vigor de la Constitución, la Circular 6/1978 y las Instrucciones 3/1993, de 16 de marzo, y 2/2008, de 11 de marzo.
En palabras de esta última, firmada por Cándido Conde Pumpido, “la esencia del Fiscal como promotor de la Justicia es la asunción de la iniciativa procesal, defendiendo la legalidad procesal desde una posición activa, estimulando el desenvolvimiento ágil de las actuaciones”. A lo que añadía que “la Fiscalía siempre ha exteriorizado su clara voluntad de cumplimiento de tales cometidos. Ya la Instrucción nº 1 de 31 de diciembre de 1882 instaba a los Fiscales a ejercer la inspección directa en la formación de los sumarios, por cualquiera de los medios que establece el art. 306 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Esta Instrucción también los exhortaba a procurar su más pronta terminación posible”. Más adelante, añadía el citado Fiscal General del Estado y Magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo: “debe por tanto desterrarse ese vetusto arquetipo del Fiscal ajeno a las vicisitudes de la causa y burocráticamente circunscrito a despachar el correspondiente dictamen cuando la misma tiene entrada en Fiscalía”.
Tales palabras resultan absolutamente contradictorias con lo escrito por un Fiscal Supremo en un artículo publicado en EL PAÍS el pasado 15 de octubre, quien ha afirmado que “el fiscal no controla ni monitoriza la instrucción”, como argumento de oposición a la reforma. Pues bien, si ello es así, la situación es patológica, sumamente preocupante. Se trata, lisa y llanamente un incumplimiento legal sistemático, que gracias a la regulación de los plazos de la instrucción podrá ser corregido.
¿Por qué preocupa que la ley procesal se cumpla y los fiscales intervengan en la instrucción? Es incomprensible. En España hay actualmente más fiscales que en Francia e Italia, países con más población y donde los fiscales dirigen la investigación criminal. Nuestros fiscales son juristas de altísima capacitación jurídica, gran dedicación y ejercen sus funciones con pleno respeto por los principios de legalidad y objetividad en su práctica cotidiana del Derecho. Pero, lamentablemente, se despilfarran sus esfuerzos en competencias ajenas al proceso penal que son superfluas y se les somete a métodos de trabajo anticuados, además de contar con muchos menos recursos materiales y personal que el que se proporciona a los jueces.
Con la reforma se asegura que cumplan su misión de controlar la instrucción. El Ministerio de Justicia ha anunciado que les proveerá de los medios necesarios, entre los que se encuentra una adecuada herramienta informática que les permita acceder al registro de diligencias judiciales.
Nuestros fiscales son juristas de altísima capacitación jurídica, gran dedicación y ejercen sus funciones con pleno respeto por los principios de legalidad y objetividad en su práctica cotidiana del Derecho
Los plazos no son cuña de otra madera, como desacertadamente asevera la Circular 5/2015 de la Fiscalía General del Estado. Son el resultado de un replanteamiento razonable del requisito temporal que nuestra legislación siempre ha conocido para satisfacer el derecho de los ciudadanos a una justicia rápida con todas las garantías.
Señor Pedro Sánchez, lea usted si lo tiene a bien el Anteproyecto de 2011 que aprobó el Ministerio de Justicia dirigido por Caamaño y observará que en dicho texto figuran plazos para la investigación más cortos que los ahora establecidos, con consecuencias procesales de ineficacia de las diligencias de investigación, cosa que ahora no se ha previsto. Como candidato, está usted en su derecho de defender la supresión de los plazos. Pero explique que serán entonces las dilaciones procesales las que ocasionarán la impunidad de los delitos.
La sociedad está harta de que las causas complejas, por corrupción u otros crímenes, se eternicen y que nadie se acuerde ya del asunto cuando la sentencia se dicta. Seguro que la paralización de la justicia en la lucha contra la corrupción no es su deseo. Pero es el efecto que produciría su receta de derogación de los plazos de la instrucción. Reflexione sobre ello, por favor.