Si Pablo Iglesias se ufanaba cuando Alexis Tsipras triunfaba en Grecia, ahora que Nicolás Maduro pierde en Venezuela ¿debe agachar la cabeza? La respuesta habría sido afirmativa hace unos meses; ocurre que Iglesias se transmuta y se reinventa de un día para otro, se escurre como una anguila y no hay manera de asirlo.
Con Iglesias uno ya no sabe si está frente al paladín del anticapitalismo que señala a los políticos que tutean a los banqueros o ante el líder al que no le molesta pisar la moqueta del Casino de Madrid con el ABC bajo el brazo. Si frente al dirigente que ve en la Transición el último trágala de los vencedores de la Guerra Civil o ante quien la considera un ejemplo de cambio de régimen. Si frente al entrevistado que declara a El Mundo que los padres "tienen derecho a educar a sus hijos en la lengua que quieran" o el que dice en EL ESPAÑOL que no se plantea cambiar el modelo de inmersión lingüística. Si frente al republicano incondicional o ante el moderado que se conforma con "una democracia avanzada", aunque sea con Borbón. Si frente al cosmopolita europeo que quiere derribar fronteras o ante el jacobino que defiende la soberanía de los estados. Si ante el hombre que tiende la mano o al que te espera con el garrote al torcer la esquina. Si, en fin, frente al caudillo que llama a "asaltar el cielo" o al ciudadano que se conforma con ver las nubes, como Zapatero.
Más o menos cuando nació Iglesias, moría en una aventura manga el Barón Ashler, aquel personaje de chilaba morada -de un morado Podemos- que tenía dos caras, dos voces y cabe suponer que dos almas. Pese a que en la historieta el tal Ashler iba con los malos, era uno de los protagonistas favoritos de los chavales.
En todo ser humano hay una añoranza del lado oscuro, como la hay también de la revolución. Por eso Lennon es más admirado que McCartney, aunque no sea mejor músico. Por eso los jóvenes llevan camisetas del Che y no de Churchill. Por eso el discurso de Pablo Iglesias, con todos sus remiendos, gusta más que el de Pedro Sánchez.
Pablo Iglesias se ha reinventado para ser el comunista simpático y moderno, aun cuando su ideología quedó en la cuneta de la Historia hace décadas. O está engañando a todo el mundo o se cree tan capaz de convertir en socialdemócratas a los indignados que lo auparon en las asambleas del 15-M como de convencer a los nacionalistas radicales de que su sitio está en España.
Quién sabe. Tal vez lo consiga.