Después de dos semanas de negociaciones, los representantes de 195 países reunidos en Paris han firmado "el primer acuerdo universal de la historia de las negociaciones climáticas", como bien ha señalado François Hollande. Para la consecución de semejante hito histórico, a mi juicio, ha sido crucial el papel jugado por la ciencia y por la política en su más alta y noble acepción.
Las incontrovertibles evidencias y las advertencias fundamentadas de los científicos desde que crearon en 1992 el valioso Panel Intergubernamental de expertos en Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) bajo el auspicio de Naciones Unidas, han resultado decisivas para que todos los países firmantes del Acuerdo de París reconozcan de forma inequívoca: (1) que el Cambio Climático es un fenómeno causado por las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero (GEI), (2) que éste representa una amenaza para las sociedades humanas y el planeta, y (3) que se deben adoptar con urgencia medidas para estabilizar el progresivo aumento de la temperatura media global a un nivel de entre 1.5ºC y 2ºC respecto a la era preindustrial.
Todo eso es justamente lo que han venido señalando los sucesivos informes elaborados por el IPCC. Este reconocimiento se acrecienta en el Acuerdo donde se pide expresamente al IPCC un informe especial en 2018 sobre los impactos que provocaría un calentamiento global de 1.5ºC y las trayectorias que deberían seguir las futuras emisiones de GEI para no sobrepasarlo, seguramente con el propósito de considerarlo en las revisiones previstas en 2020 y 2025.
La diplomacia francesa ha culminado la inteligente estrategia política de los organizadores de la cumbre
Pero con seguridad puede señalarse que los puntos esenciales que facilitaron el Acuerdo fueron la inteligente estrategia política adoptada por los organizadores, tan bien desarrollada por la muy solvente diplomacia francesa, compatibilizando los distintos intereses de los países desarrollados, emergentes y en desarrollo, así como la decidida actitud de la presidencia de EEUU por convencer a China e India de la mejor manera que puede hacerse: predicando con el ejemplo.
Puede calificarse como genial el hecho de solicitar que todos los países acudieran a la cita de París aportando compromisos "voluntarios" para reducir las emisiones de GEI en función de sus respectivas capacidades. Y que éstos deberían cifrarse en indicadores cuantificables a fin de permitir el control de su grado de cumplimiento mediante supervisiones periódicas para la fijación de eventuales revisiones en caso de que en el futuro tales medidas se mostraran insuficientes para el objetivo de calentamiento marcado.
Otras dos inteligentes, e imprescindibles, decisiones fueron: (a) la plasmación en el Acuerdo del principio llamado de "responsabilidad común pero diferenciada" mediante un mecanismo de compensación para los países que resultarán más impactados por el cambio climático en sí y por la reducción del suministro de combustibles fósiles, y (b) la fijación de una cuantiosa ayuda económica de los países desarrollados, responsables principales del actual cambio climático, a los países que dispongan de menos recursos, una buen parte de la cual retornará a los primeros por el desarrollo y la transferencia de nuevas tecnologías.
El resultado hay que encuadrarlo en la 'política de lo posible', pero aspirar a más hubiera acabado en fracaso
Por supuesto que se trata de un acuerdo imbricado en la "política de lo posible". Aspirar a más audacia hubiera aumentado demasiado el riesgo de un fracaso. Se cuestiona su fuerza legal, pero lo cierto es que se trata de un acuerdo vinculante en todos sus términos, si bien ha debido evitar mandatos cuantitativos de reducción de emisiones de GEI que hubieran cuestionado su ratificación por algunos países.
Entre los artículos vinculantes del Acuerdo se señala expresamente que han de mantenerse las contribuciones nacionales a las que voluntariamente se han comprometido cada uno de los países firmantes y arbitrar medidas para vigilar su cumplimiento. Para ello se han establecido programas de seguimiento por organismos de carácter político y científico creados ad hoc, que serán muy estrictos con los países desarrollados -otra medida ejemplarizante- y algo menos con los países emergentes.
También se cuestiona el Acuerdo por la ausencia de la fijación de sanciones en caso de incumplimiento, pero no creo que a ningún país le conviniera ser tachado de incumplidor de un acuerdo de tan alto nivel y trascendencia, pues sin duda sería objeto del ostracismo político-económico global. Quizá pueda parecer esta reflexión un poco cándida o voluntarista, pero hay muchos ejemplos de las consecuencias que sufren los países incumplidores de acuerdos internacionales. Y más cuando, como en este caso, los compromisos han sido fijados voluntariamente por ellos mismos y su incumplimiento provocaría un daño a otros.
Se establece la posibilidad de solicitar ajustes en los compromisos nacionales mediante revisiones al alza
Otra de las objeciones al Acuerdo es que, considerando los compromisos de emisiones futuras enviados por todos los países, se estima que el calentamiento global se estabilizaría en torno a los 3ºC, sensiblemente por encima del objetivo fijado, aunque en esta valoración no se han tenido en cuenta los efectos de los mecanismos de secuestro y almacenamiento de carbono que se irán implementando en las próximas décadas, ni los de la captura de carbono por actuaciones en el uso de suelos (reforestación esencialmente). Pero, en cualquier caso, el acuerdo también establece la posibilidad de solicitar ajustes en los compromisos nacionales mediante mecanismos de revisión al alza. Es decir, en función de las insuficiencias que se vayan advirtiendo, así se establecerían los mecanismos correctores para conseguir el compromiso de no rebasar la magnitud umbral del cambio climático que, no se olvide, es vinculante para todos los países firmantes.
En resumen, ha de considerarse este Acuerdo como la primera etapa de un proceso complejo, pero ineludible. El no adoptarlo ahora no nos hubiera librado de la imperiosa necesidad de iniciarlo en un plazo más corto que largo, sabiendo además que para la economía esa demora sólo habría supuesto un sustancial incremento del coste y para la humanidad un necio aumento de los riesgos que tendría que asumir.
*** Manuel de Castro es catedrático de Física de la Tierra en la Universidad de Castilla-La Mancha y autor principal del 5º Informe del IPCC.
*** Ilustración: Sr. García.