Me he dado a la decadencia en estos días finales. Y, como si me hubiese pillado, el Rey dijo en su discurso la palabra "decadencia". Advirtió contra la decadencia, pero estamos en decadencia. El palacio mismo donde se sentó era decadente: gloria de otros tiempos. Reforzaba el mensaje (que era bueno, de salud pública), pero la pompa resultaba embarazosa. Nos habíamos habituado a la salita de estar de circunstancias. Aunque, para pomposos, nuestros republicanos de salón: esos que constituyen hoy el principal (¡y real!) argumento contra la III República.
Me he dado a la decadencia. He releído la poesía completa de Cavafis. Releer: verbo decadente. Casi todos los poemas tratan de la larga decadencia del helenismo o de la decadencia (la vejez) del sujeto poético; a veces, de las dos juntas. En ambas hay una memoria dorada: la de la plenitud clásica o la de los placeres de la juventud. Hay una figura imposible: la de Juliano el Apóstata, el emperador romano que intenta inútilmente resucitar el paganismo, con el imperio ya cristianizado.
Esta semana hablaba yo con un amigo de nuestra situación política y soltó: "Bah, yo lo que voy a hacer es leerme la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon, pero empezando directamente por la caída". Su frase no me hizo leer a Gibbon, pero sí ponerme La caída del Imperio Romano, un péplum que se rodó en España. La decadencia de Roma y nuestra decadencia. Marco Aurelio muere y llega Cómodo. Del primero se dijo: "En solo una cosa perjudicó a Roma: en haber engendrado". La Transición no ha sido tan sabia como Marco Aurelio, pero entre sus hijos hay más de un Cómodo.
Nuestra decadencia es un péplum. Veo que la palabra está en el diccionario: "Película ambientada en la Antigüedad clásica". El vocablo nos lo han ido pegando los críticos de cine. Uno de ellos, Carlos Boyero, ha escrito un artículo hermosísimo, no sobre cine: Que puedas seguir leyendo y escribiendo, Savater. Entre el cariño y la indudable admiración, se desliza una frase: "[aunque] disienta de vez en cuando de las opiniones políticas [de Savater]". No tiene importancia, ni enfría los elogios; pero resulta sintomática.
Ese tipo de salvedades hoy solo se hacen con unos, y no con otros: se hacen con los que, como Savater, defienden limpiamente la Transición, la Constitución (que nos han dado democracia y prosperidad), y atacan no menos limpiamente los nacionalismos y los populismos (que nos han envilecido y arruinado, o amenazan con hacerlo). Son salvedades estrictamente decadentes: síntomas de adónde hemos llegado, y del declive que nos queda. Casi dan ganas, como mi amigo con Gibbon, de saltar directamente a la caída.