El 26 de septiembre de 1940, después de atravesar a pie la frontera pirenaica, el filósofo alemán Walter Benjamin llegaba al pueblecito gerundense de Portbou. Pese a su precaria condición física, había hecho una marcha de varios kilómetros por sendas de montaña y había pasado una noche al raso para poder alcanzar el territorio español, donde esperaba que le dejaran seguir viaje a Estados Unidos, país para el que disponía de un visado de entrada. Sin embargo, cuando se presentó ante las autoridades españolas, le dijeron que como no tenía un permiso de salida del gobierno de Vichy le devolverían a la mañana siguiente a Francia. Allí le esperaba la detención por la Gestapo y el envío seguro a un campo de exterminio. Ante esta perspectiva, Benjamin optó por inyectarse una sobredosis de morfina y poner fin a su vida, en aquel lugar donde nadie sabía quién era.
Si hubiera logrado llegar a Estados Unidos, habría tenido, con toda seguridad, una cátedra en alguna de sus más prestigiosas universidades. Habría podido vivir y crear tal vez 20 o 30 años más, y habría sido respetado y venerado como lo que era: una de las más lúcidas inteligencias de su siglo. Para su mal, tenía que pasar antes por España, donde fue ignorado, repelido y en última instancia empujado a acabar con sus días.
Esta historia ominosa es una terrible metáfora del trato que nuestro país da a la cultura, el arte, el pensamiento y quienes los producen. Recientemente se ha vuelto a poner de manifiesto con el bochornoso caso de creadores que devengaron una pensión, tras décadas cotizando, en muchos casos en actividades al margen de la creación, y a los que se pone en la tesitura de tener que renunciar a ella a fin de poder seguir percibiendo derechos de autor por la riqueza intelectual que generaron (o que aún podrían generar) y que a los 70 años de su muerte nos pertenecerá a todos. Una renuncia que no se impone, por ejemplo, a quien percibe rentas de los pisos que tiene alquilados, que bien puede acumular a su pensión y que corresponden a una propiedad que no estará jamás obligado a aportar al acervo común.
Benjamin llevaba consigo una cartera, en la que guardaba unos papeles, los de la obra en la que estaba trabajando, y que protegía con más celo que a su propia vida. Años después, alguien intentó recuperar sus efectos, que habían quedado a disposición del juzgado de Figueras, según dijo a Max Horkheimer el comisario jefe de esa localidad. Nunca se pudo dar con ellos: se los había tragado la burocracia judicial. Debieron de acabar en la basura, igual que los huesos de Benjamin terminaron yendo a parar a la fosa común. Tal es el desprecio que merece, entre nosotros, quien crea el patrimonio más imperecedero.