Mariano Rajoy Brey, el peor presidente de Gobierno de España tras el restablecimiento de la democracia en 1977, lleva 35 años dedicándose profesionalmente a la política. Y quiere seguir. Ha sido de todo sin llegar a destacar especialmente en nada. Aunque no deja de ser cierto que a lo largo de todos estos 35 años tampoco se le conocían fiascos de importancia antes de llegar a La Moncloa en 2011.
Fue diputado en las primeras elecciones autonómicas gallegas de 1981. De allí saltó a Madrid, donde lleva ocupando un escaño en la carrera de San Jerónimo desde 1989. José María Aznar puso en sus manos, durante los ocho años que estuvo al frente del Gobierno, las carteras de Administraciones Públicas, Educación y Cultura, Interior, Presidencia y Vicepresidencia primera. Desde 2004 es presidente del Partido Popular.
Ahora lleva camino de añadir una muesca más en su dilatada carrera política al convertirse, primero, en el único presidente de Gobierno que no ha logrado alcanzar un segundo mandato desde que volvieron las elecciones libres a nuestro país, y, después, en el enterrador de su partido y en el hombre que puede conseguir que el PP deje de ser el partido de referencia de la derecha española.
Lleva seis caídas electorales consecutivas: Andalucía, Europeas, Municipales, Autonómicas, Cataluña y las pasadas Generales. Este 20 de diciembre el Partido Popular cosechó el peor resultado de su historia, llegando a perder una tercera parte del apoyo alcanzado cuatro años antes: además de los 3.625.163 votos, perdió 63 escaños y más de 15 puntos porcentuales. Antes de esta debacle, empezaron 2015 perdiendo 2.600.000 votos, 16 puntos y ocho escaños en la Europeas; luego 500.000 votos, 14 puntos y 17 escaños en la andaluzas; 2.416.000 votos, 10 puntos y más de 3.740 concejales en la municipales y 2.000.000 millones de votos, 16 puntos y el gobierno de seis comunidades en la autonómicas; finalmente, el pasado 27 de septiembre perdieron 123.000 votos, cuatro puntos y medio y ocho escaños en el Parlament.
Sin embargo, Rajoy no quiere irse. "Tengo fuerzas para seguir", dicen que dice. "Quiero seguir siendo el candidato", añaden que añade. En su partido lo sufren pero callan. Están convencidos de que su tiempo ha pasado pero callan. Saben que es un lastre pero callan. No dudan que los lleva al precipicio pero siguen callando.
Si fuera consejero delegado de cualquier compañía con seis ejercicios negativos estaría en la calle. Si fuera ingeniero de caminos y se le vinieran abajo seis puentes, uno tras otro, también estaría en la calle si no en la cárcel. Si fuera entrenador de un club cualquiera de fútbol, baloncesto o hasta de bolos y hubiera perdido los seis últimos enfrentamientos también estaría en la calle. Pero él no, él quiere seguir.
¿Qué diferencia real existe entre Pedro Gómez de la Serna al que todos sus compañeros de partido -excepto Arenas, claro- le piden ahora que entregue su acta de diputado y Mariano Rajoy Brey? ¿Quién es realmente más pernicioso para su partido? ¿Un militante que ha tenido un comportamiento escasamente ético pero aparentemente legal, al menos mientras no se demuestre lo contrario, o un presidente de partido, además de Gobierno, que tiene en su biografía comportamientos éticamente mucho más repudiables que el anterior -sobresueldos, mensajes telefónicos de apoyo a un tal Bárcenas…- y además está llevando a su partido al precipicio?
El pasado miércoles 13 se visualizó en el Congreso de los Diputados lo que ya se intuía: que el Partido Popular perdió las elecciones del 20-D aunque fuera el partido más votado. Y no sólo porque por primera vez no preside la Cámara el candidato del partido que cuenta con mayor número de diputados -otra muesca más en el haber de Mariano-, sino porque además nadie quiere saber nada del presidente del Gobierno en funciones. Su pírrica victoria y su incapacidad para sumar convierten la todavía primera marca de la derecha española en algo parcialmente inexistente mientras su actual presidente siga al frente.
Cuando el próximo viernes Felipe VI reciba a Mariano Rajoy Brey, el rey debería ser consciente de que habla con un muerto viviente, muy profesional durante 35 años pero muerto viviente. Que tenga cuidado qué le ofrece.