Las imprudencias se pagan, cada vez más. Seguramente está el país lleno de padres que cogen a sus hijos en brazos delante de un novillo, que les acercan el puro en las bodas para hacerles una foto “como si fueran adultos”, que los suben sobre los hombros de la multitud hasta llegar al manto de la Virgen, que les dan dinero para comprar petardos, que les regalan pequeñas escopetas para aprender a cazar y otros que les apuntan a deportes de riesgo para que “sean como papá o como el abuelo”. Ser padre no significa ser un primor.
La plaza pública de Twitter, tan romana, puso el pulgar del revés para que dieran muerte al gladiador. Yo también. El acto de imprudencia de Fran Rivera fue un atrevimiento lleno de riesgo y un atolondramiento justificado por el amor a la familia y a la tradición. En ese aturdimiento de los que son de “otra raza” se justifican las cosas así, con la rutina de la genética. Como si el rito, la costumbre y los modos de hacer de tus ancestros ya fueran carné de bondad.
Ya digo que no es el único padre que tiene prácticas de pollo sin cabeza. Está lleno este país de tradiciones en las que los niños se ven colgados del riesgo y del más burdo aprendizaje. Lo raro es vivir que diría Martín Gaite. Pero, claro, todos esos padres irreflexivos no cuelgan la foto en Twitter ni son famosos.
De todo esto, vaya por delante que me espanta una fiesta en la que matar se considera arte y se justifica con la salvación de la especie animal, lo que me gusta es el efecto que ha generado. Un montón de fotos de padres con sus hijos en brazos y algún animal de compañía en casa. Me ha parecido una bellísima imagen de cariño y hogar. El Partido Pacma (ya no busca votos) generó ese #PadresConCorazón en el que infinidad de perros o gatos salían junto a los niños jugando. Algo sencillo, impactante y bello. A veces hay que pensar en las respuestas, y esta es una.
Pero también, dicho esto, me ha generado mucho miedo la Plaza Pública de Twitter. Esa Roma virtual que enjuicia y condena a golpe de tuit sacando lo peor del chiste, la maldad y la beatería de la nueva moral. No me gustan los toros, no me gustó lo que hizo Fran, que actúe la fiscalía o la madre superiora, pero empiezo a ver linchamientos desproporcionados. Ya lo dije aquí, la dictadura de Twitter condena o eleva como un termómetro visceral en el que los versos del hashtag se convierten en los Diez Mandamientos.
No me gusta tener miedo.
Me voy a acordar de mi padre, camionero y duro como las cepas de la viña, cuando me llevaba en su tráiler de viaje. Jamás me sentó al volante. En la guantera ponía: “Papá, no corras”. Pero una nochevieja sufrió un gravísimo accidente porque otros habían bebido en algún bar de carretera. Eran años de imprudencias. No eran conscientes del peligro. Y, por lo que veo, ahora tampoco.