Más allá del civismo, la manía de mi padre de recoger las cacas de su perro tenía mucho de chulería. Mi padre era guapo, alto, grande, serio y militar. Hacía gala de todo ello, paseándose por la calle principal del pueblo, como si desfilara delante de las tropas de la Base Militar en la que estuviera. A sus pies su perro Sherry; el tercero que tuvo pero el primero que realmente disfruté.
Mi padre educó a sus perros exactamente igual que educó a sus dos hijas: obtuvo perros obedientes, que gruñían y plantaban cara pero difícilmente mordían. El perro con nombre de vino jerezano acudía a su regazo en cuanto mi padre emitía un silbido particular y estridente que el animal identificaba como una orden y la cumplía. Las hijas también teníamos silbido; sistema infalible para no perdernos jamás. Y estuvimos en muchas…
Mi padre recogía las cacas de sus perros mucho antes de que ningún ayuntamiento se planteara la mera posibilidad de sancionar a los que no lo hicieran, limpiando cada cagarruta encarándose a todos los que se reían de él por no dejar la mierda tranquila hasta que alguien se la llevara en la suela de los zapatos. Como hacían todos. Mi padre cortocircuitaba ante sus burlas: “¡Míralo! ¡Recogiendo la mierda que caga su perro!”. Los pobres que osaron hacerlo jamás calibraron hasta dónde podía llegar "el Militar de la calle Madrid". Una burla, un chiste, un comentario jocoso ante una obligación y le daban la excusa perfecta para que respondiera a voz en grito, moviendo mucho los brazos con aspavientos hasta cagarse en la puta madre que hiciera falta. Con todas sus letras.
Para un militar que miraba los bajos de su coche, no estaba mal la descarga de adrenalina inefable.
El Viejo disfrutaba cumpliendo las normas. Hasta límites insospechados. Llevaba el pelo un poco más largo que los demás compañeros de la base pero nunca más que el rey Juan Carlos. Así cuando el teniente coronel le recriminaba la melena podía decir que seguía la norma establecida por el monarca. Chúpate ésta guionista de cine… También era el único padre de mi escuela que hacía la compra cuando mi madre no podía y hasta planchaba la ropa de toda la familia. A ver quién era el valiente que le recriminaba cumplir con su obligación a un tío con aquel bigotazo capaz de empuñar por el cuello al que se riera cuando él recogía la mierda de su perro.
Solo mi madre evitó que no obligara a más de uno a comérsela directamente del suelo.
Me quedé con las ganas de disfrutar con la escena… Pero claro, entonces no habría aprendido la moraleja.