El presidente del gobierno en funciones le resumía el otro día a uno de sus colegas europeos la actual situación política española echando mano de un sustantivo que le es muy querido, por la cantidad de veces que lo emplea. Según él, la fragmentación de la cámara tras las elecciones del 20-D es, lisa y llanamente, un lío. Quizá por eso, y para ahorrarse tribulaciones y dolores de cabeza, ha adoptado como estrategia la simplificación extrema: de puertas para afuera, proponer una gran coalición encabezada por él en la que no cree ni él mismo; de puertas para adentro, y según pudimos saber gracias a otra indiscreción ante las cámaras en la misma cumbre, aguardar tranquilamente a que Sánchez se estrelle para ir a unas nuevas elecciones.
El presidente del gobierno en funciones es un hombre afortunado: frente a la complejidad, eso que de una manera u otra nos toca gestionar a todos, pero más, o al menos así se supone, a un responsable político, él se limita a desistir y a parapetarse tras un mantra (el que corresponda, coalición o elecciones) que le exime de la engorrosa tarea de afrontar y resolver el lío.
No es el único. En las últimas semanas hemos visto que el líder popular y el de la fuerza en teoría más divergente de sus postulados, Podemos, coinciden en algo más que la costumbre de no rasurarse la cara cada mañana. También Iglesias, frente a la complejidad que supone no haber logrado el sorpasso pretendido frente al PSOE, y la escasez aritmética que eso determina en cuanto a la suma de escaños de ambos, ha optado por evitar el lío (esto es, modular sus pretensiones en aras de un pacto viable) y ceñirse a repetir en público un mantra, curiosamente el mismo que Rajoy: la coalición, en este caso de lo que él llama las fuerzas de progreso, no imposible, pero insuficiente a efectos de construir una mayoría. Y aunque no se le ha escapado delante de ningún micrófono, cabe la legítima sospecha de que, como el presidente en funciones, en privado lo apuesta todo a unas nuevas elecciones que deberían despejar la situación antipática que se deriva de esa fastidiosa complejidad de los españoles.
No deja de ser curiosa, por sorprendente, esta simetría entre el líder más enrocado de la vieja política y el que se vende como el más rompedor de la nueva. Es de suponer que ambos, que además son personas inteligentes, tendrán numerosos asesores que les aconsejan, con más solvencia y conocimientos que los de un vulgar columnista.
¿Ninguno de ellos les ha invitado a contemplar la posibilidad de que esa complejidad que niegan los acabe devorando, sobre todo si otros, menos perezosos o menos arrogantes, la asumen como dato del problema, toman papel y lápiz y se aplican, con la paciencia que la tarea requiere, a tratar de deshacer y administrar el lío? Ahí queda la pregunta.