Uno puede dirigir su vida hacia la repercusión o hacia la irrelevancia; hacia la destreza o la banalidad. Uno puede sumar al progreso de la Humanidad o puede hacerlo al suyo propio, en cuyo caso deja de considerarse progreso. Es cierto que esta idea se somete a contundentes matices, ya que numerosos factores externos, desde dónde has nacido hasta en qué época lo has hecho, desde qué material genético has heredado a si te ofrecieron o no una buena educación, definen los márgenes que nos limitan.
Pero siempre podemos optar, dentro de esas demarcaciones, por uno u otro extremo; o, incluso, con la ambición y el esfuerzo suficientes, por superar cualquier restricción, frontera histórica o límite potencial. Y eso es lo que hace, precisamente, el médico de cerebros Henry Marsh.
Este neurocirujano británico lleva décadas entregado a mejorar las vidas de individuos a los que, un día, algo les fue tan mal que se les dañó el punto más trascendental de su físico: el que piensa. El cerebro, ese misterioso órgano que nos hace ser quienes somos, y no otros.
A menudo, con su arrojo y su experiencia, con su capacidad y su valentía, salva vidas. Llega en bicicleta a su hospital y salva vidas; o, al menos, impide desenlaces fatales que habrían de ocurrir, imperiosamente, si él no interviene.
Pero no es siempre así. A veces, no lo consigue. En alguna ocasión se equivoca o la suerte no está del lado del paciente. Porque, como él mismo advierte, hay mucho de fortuna en el destino que recibe cada enfermo.
Y, cuando no conquista el objetivo, cuando a pesar de su voluntad, y de la del paciente, los dioses no ceden días adicionales, entonces alguien se incorpora al cementerio que, como explica en su delicioso Ante todo, no hagas daño (Salamandra), todo neurocirujano arrastra consigo.
Por las manos de Marsh, sin duda uno de los expertos cerebrales más brillantes del mundo, han pasado más de 15.000 resignados enfermos, a los que ha manipulado el órgano más complejo, y del que menos sabemos, que tenemos los humanos. También el más delicado.
Si el alma está en la glándula pineal, como estimaba Descartes, nadie la conoce mejor que Marsh. Quizá por eso, porque ha estado tantas veces cerca del alma, el neurocirujano estima que no existe, y que la vida concluye con el final del propio cuerpo.
Pero mientras eso ocurre, el médico de Oxford ha logrado dar con el gran secreto que tanto anhelan los demás: qué es lo que nos hace felices. Y ha concluido algo para lo que, realmente, no hacía falta cultivarse y experimentar tanto. O quizá, precisamente para eso, sí: la felicidad sobreviene de hacer felices a los demás.
Para el neurocirujano británico somos lo que hay en nuestro cerebro. Pero está claro que lo que hay ahí dentro, en muchos casos, es consecuencia de si dirigimos nuestras vidas hacia la trivialidad o hacia la pericia. E, igual que hace él, cada día todos tomamos una decisión en uno u otro sentido.