El discurso de investidura de Pedro Sánchez fue decepcionante, sobre todo porque desaprovechó una oportunidad única, histórica, de las que sólo se presenta una vez en la vida de un político. Y porque tampoco hizo justicia a la épica de un hombre que, hasta este martes, había sorteado con éxito todos los obstáculos del camino.
Tras unos pésimos resultados electorales y pese a ser cuestionado casi a cada paso por los barones de su partido, Sánchez había conseguido que el Rey le designara para formar gobierno y había logrado cerrar un acuerdo esperanzador con Ciudadanos. Al someter ese pacto a votación entre la militancia socialista y obtener su respaldo, había reforzado su liderazgo y legitimidad.
Cabía pues esperar un discurso de altura en el que el líder del PSOE ensalzara el valor del consenso y la conveniencia de priorizar el bien común por encima de diferencias políticas. Y ese fue el tono de su introducción, sin duda lo mejor de su intervención. Fue cuando abogó por acabar con "las imposiciones y los frentismos", cuando aseguró que tenía voluntad de "tender la mano" a todos, incluido el PP, y cuando dijo que no llegaba a la tribuna con "líneas rojas", sino con "convicciones".
Tinte partidista
Pero, de repente, todo cambió, y pasó a desarrollar un discurso no del líder que puede sacar del atasco a un país contando con todos, no del estadista con altura de miras, sino del típico y tópico dirigente de izquierdas que se aferra a estereotipos como el de "será la legislatura de la igualdad". Eso le llevó a poner énfasis en las correcciones a la reforma laboral que está sirviendo para crear empleo y en todo tipo de medidas de corte social, contradictorias con el compromiso suscrito de no incrementar el déficit y no aumentar la presión fiscal. Tanto exageró esa postura que en algún momento sus palabras sonaron a deslealtad hacia Ciudadanos, el partido con quien ha firmado un acuerdo de gobierno.
Albert Rivera tiene motivos hoy para estar inquieto, porque Sánchez omitió dos asuntos clave de su alianza con Ciudadanos: la negativa a realizar cualquier referéndum de autodeterminación y la supresión de las diputaciones provinciales. En este segundo punto, se saltó incluso el párrafo en el que defendía esa medida. En el caso de Cataluña, además, hizo un planteamiento más cercano al PSC que al PSOE, como si España no tuviera un problema separatista y hubiera un conflicto entre dos partes con igual legitimidad.
Es muy probable que los errores de Sánchez tuvieran que ver con su intención de jugar con dos barajas en la tribuna: por un lado tenía que apoyar un gran acuerdo, transversal, pero por otro sabe que su única opción pasa por obtener la abstención de Podemos. A Iglesias y sus diputados apeló una y otra vez haciéndoles ver que algunas iniciativas que han defendido con ahínco podrían ponerse en marcha "la próxima semana".
Una ocasión perdida
Pero al escorarse a la izquierda y salpicar su intervención de críticas retóricas a Rajoy, sin profundizar en su papel en la corrupción del PP, incurrió en el defecto que había querido combatir al principio: el del frentismo. En lugar de encabezar una alianza para reformar España dio la imagen de liderar una componenda con el único objetivo de desalojar al PP. Fue, en definitiva, el tinte partidista, lo que hizo de su discurso de investidura una gran ocasión perdida.
Resultó todo tan desconcertante como el final, en el que Sánchez dio a entender que se inmolaba para desbloquear la situación política: "Los mecanismos de la democracia hoy vuelven a ponerse en marcha. Los plazos empiezan a correr y el Estado sale del bloqueo". Pero morir en la orilla no debería ser el objetivo de quien comparecía ante el Parlamento con la intención de aspirar a presidir España, de la persona que se había ganado el respeto de muchos ciudadanos al haber llegado a esa orilla tras un esfuerzo titánico y contra todo pronóstico. Habrá que ver cómo reacciona ahora Sánchez, porque el verdadero debate empieza este miércoles.