El expresidente del Gobierno in péctore, Mariano Rajoy, compareció el otro día en la tribuna de la carrera de San Jerónimo para efectuar una performance humorística que remitía al ingenio de un viejo casino provinciano, de aquellos que ya Antonio Machado retrataba hace un siglo como almacén de antiguallas ideológicas y dialécticas. Uno se pregunta quién le vendería que ésa era la manera de desquitarse del desaire sufrido, notorio y único propósito de su intervención.
Y la cuestión es pertinente porque, de una manera bien extraña, acertó a vengarse en toda regla del culpable de sus males, esto es: de sí mismo. Con esa autodegradación a la categoría de comediante sin gracia, se infligió a sí mismo el peor castigo imaginable por haberse puesto en la desairada posición de asistir a un debate de investidura desde el escaño, siendo quien más diputados tiene detrás. Y es lástima, porque, aun con sus defectos, Mariano Rajoy es un político de innegable mérito y que hasta ahora se distinguía por una cierta elegancia en el trato al rival, que ha arruinado para los restos con tan errado y desmañado epílogo.
Animado, desde la otra banda, de idéntico afán vindicativo, acudió Pablo Iglesias, subido de tono y de revoluciones hasta el extremo de chirriar y desafinar como nunca se le había visto hacerlo. Tal parecía que estaba convencido de que por su boca y su mano iban a recibir su merecido todos los agraviadores y a obtener cumplida reparación todos los agraviados, sin olvidar a los tibios y los inauténticos, señalados por su dedo, a los que venía decidido a poner igualmente en su lugar.
Se vio en la tribuna a una especie de supremo censor legitimado para leerle la cartilla a todo el mundo, y despachar anatemas y sentencias sumarísimas desde su podio de Júpiter tonante ungido por el pueblo. Alguien debería recordarle que apenas le respalda la quinta parte de la Cámara, o la octava si uno se pone puñetero y cuenta sólo a aquellos que le deben obediencia jerárquica estricta.
El tiempo y a lo mejor las urnas lo dirán (o no), pero con ese tono de vendetta que ambos imprimieron a sus intervenciones no es impensable que lograran espantar a muchos ciudadanos de este país arrasado hasta los cimientos por los golfos, los patosos y los oportunistas. Para muchos de los que aquí vivimos, no es momento de revanchas, personales o grupales, sino de sumar esfuerzos, limar diferencias, y quizá también absolver cuanto pueda absolverse (sin disculpar por ello infamia alguna), para construir un camino que los españoles jamás consiguieron abrir tratando de prevalecer los unos sobre los otros.
No fueron Rajoy ni Iglesias quienes encarnaron el espíritu de aquel «paz, piedad y perdón» que desde la más atroz soledad enunció don Manuel Azaña hace tres cuartos de siglo. Y es eso, y no malos cómicos ni censores, lo que hoy nos hace falta.