A los ateos nos gusta Dios. No existe, pero eso no es óbice para reconocerle sus numerosos méritos. Del mismo modo, a los republicanos comienza a gustarnos Felipe VI que, encima, sí que concurre, y notablemente, a la existencia en el planeta.
Es cierto que estos días, unos en los que el líder de la nueva izquierda besa innecesaria y efusivamente a su compañero en el Congreso o que, allí mismo, alguien se llama charnego y presume de independentista con extraños argumentos, no llama mucho la atención que uno se considere ateo y republicano, aunque mantenga las distancias cortas con Dios y con Felipe VI. Es raro, tal vez; pero, como dijo Rivera sobre el voto coincidente de Podemos y del PP en el debate de investidura, es lo que hay.
En un país tan frágil que no tiene Gobierno -aunque debería tenerlo-, fracturado por la tenebrosa coexistencia de un número de casos de corrupción insoportable y un también insoportable 20 por ciento de desempleo, y sumido además en una inédita encrucijada de la que no se vislumbra escapatoria hasta finales de junio -y ni entonces está clara-, lo peor que podría pasarnos es que nuestro jefe del Estado se comportara como un político más.
Como Mariano Rajoy, por ejemplo, que prefiere correr el riesgo de que Podemos acabe asaltando de verdad los cielos desde una vicepresidencia en Moncloa a que Pedro Sánchez gobierne –con su abstención- con la derecha cool de Rivera, como la llamó el charnego Rufián.
O como Pablo Iglesias, que algunos días va de lobo feroz y otros de rosa Caperucita; unos días agrede a los santos andaluces del PSOE con soflamas no discutidas –solo rechazadas- y otros propone amor -o arrebato parlamentario al menos-, a su gran rival de la izquierda, ése al que en verdad se quiere comer.
O como Albert Rivera, que dijo que no pactaría con el PSOE, y lo hizo, y que afirmó que nunca entraría en el Gobierno y, si tiene ocasión, lo hará, como ya ha insinuado –exigencias del guión, se supone- en más de una ocasión.
O como el propio secretario general socialista, el hombre que vio “mimbres” durante un mes aunque no los había, que se niega a darle al PP lo mismo que le exige.
Pero no. Felipe de Borbón está exhibiendo, al revés que nuestros grandes líderes políticos, un comportamiento intachable. Y eso que ni la clase política –recuerden el “no” de Rajoy, recuerden el atuendo de Iglesias (luego se cambió para acudir a los Goya) o el optimismo desproporcionado e ingenuo de Sánchez- ni su propia familia, con su hermana Cristina esgrimiendo excusas infantiles en Mallorca, se lo ponen fácil.
Después de un período en el que la monarquía española sufrió lo indecible, con Urdangarín y el caso Nóos por un lado y el rey Juan Carlos, Corinna y el elefante de Botsuana por otro, y con aquellas once palabras mágicas que sirvieron para ver a un rey pidiendo perdón a sus súbditos, la realidad es que Felipe VI, que bien podría adquirir el sobrenombre de El Sensato, está logrando con sus sosegadas actuaciones corregir el rumbo de la institución precisamente en el momento en el que resulta más necesaria, si es que algún día no lo fue.