Hola, me llamo Sergi y soy sexmaforadicto. Yo, como el monigote negro del W.C. que acaba de darnos su demoledor testimonio, nunca pensé que podía acabar así: compartiendo mis desventuras con extraños en esta terapia de grupo. Mi vida como silueta de peatón verde ha transcurrido de forma apacible. Sin grandes sobresaltos. Hasta hace unos días.
Era uno más entre los miles de peatones de pega que currelamos para la DGT. Crucificados, de sol a sol. Nos dedicamos en cuerpo y luz a nuestra humilde función. Desempeñamos nuestra labor en beneficio de la seguridad en las carreteras. Despertamos la conciencia vial. Y todo ello sin movernos, apenas, del sitio. Nos basta con eso para ser felices.
Conviene no olvidar que, según el Código de la Circulación, los semáforos son la tercera señal con mayor prioridad -únicamente por detrás de los agentes y las señales de balizamiento-. Yo ejercía mi trabajo en uno de los más céntricos de Valencia, ciudad de tráfico fluido y normalidad relativa. Una existencia aburrida, pero tan tranquila como la del resto de mis colegas.
Nos programan desde que somos pequeños y, aunque no haya emociones fuertes, trajinamos con dignidad y respeto. Nos aplicamos. Duro es el día a día de una silueta de peatón. Nuestra única pega consiste en pasar de la luz fija a la luz intermitente para que los peatones verdaderos puedan atravesar la calzada. De forma ordenada. Sin embotellamientos.
La piedra clave de nuestra religión es ese viandante que cruza los pasos de cebra.
Y todo iba bien, ya os digo, hasta que llegaron ellas: las peatonas. Con sus faldas de vuelo. Con esa actitud desafiante. Rojiverdes. Parpadeantes. Contratadas para lucir palmito en los semáforos igualitarios. Tan seguras de sí mismas. Envueltas en un halo luminoso, acristalado, podemita. Mostrando su capacidad para convertirse en vacuos estandartes de las fuerzas del cambio. Su gesto era simbólico, aunque trasnochado.
Yo hubiera preferido ser deslocalizado a un semáforo para invidentes, de esos que emiten desquiciantes piídos. Pero no. Tuvieron que ubicarla en el cajetín de arriba. Se llama Vanessa, es roja y nunca supo mantenerse fiel al silencio de los objetos pacientes. Hasta el primer revolcón (¡saltaron chispas en ámbar!), no dejó de sonreírme.
Se empeña ahora en que vayamos a Semáforos, Peatonas y Viceversa, el programa de la tele, para contar lo nuestro. Pero me quedan pocas pilas. Cuento las horas para que llegue el momento en que me apaguen de una puñetera vez. Y pueda descansar en paz.